Page 106 - Fantasmas, espectros y otros trapos sucios
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—Ya le avisé a los patrones —dijo el jardinero—. Me dijeron que no hiciéramos
nada hasta que lleguen.
—Pero el lagarto va a destrozar todo —insistió la criada, pálida y sin dejar de
temblar.
Armandito se asustó. A veces se metía algún animalejo de los estanques
cercanos. Era el colmo de la mala suerte que ocurriera justo cuando él estaba
escondido en la casa. Lo bueno es que sus padres iban en camino.
El niño salió de la habitación a toda prisa y tomó un florerito de cerámica que
encontró al paso para lanzárselo si fuera necesario, tenía miedo de encontrarse al
lagarto, y justo cuando dobló en el pasillo lo vio.
Era enorme, de piel viscosa, brillante, enmarañada con venas palpitantes; los
ojos alargados estaban cubiertos de una membrana pegajosa y tenía algo
parecido a unas crestas. Sin pensarlo, Armandito arrojó el florero directo a la
bestia. Sucedió algo terrible.
Se deshizo, la imagen de la criatura se fragmentó en diminutos pedazos y el niño
se dio cuenta que había atacado a un espejo: lo que había visto era su propio
reflejo.
El niño lanzó un grito espantoso, como chillido.
—Ahí está… ten cuidado —escuchó una voz que provenía de las escaleras.
—No quiero verlo —dijo otra voz, era de mujer.
Armandito se incorporó y vio a sus padres frente a él. Don Alonso y doña
Remigia Argumosa, sus rostros estaban congestionados por el horror.
—Soy yo, soy Armandito —dijo el niño, pero su voz parecía destripada entre
silbidos y borboteos.
—No te acerques… —dijo don Alonso a su mujer—, no sabemos si es
venenoso.
—Soy yo, su hijo —Armandito se esforzó por pronunciar despacio las palabras.