Page 24 - Fantasmas, espectros y otros trapos sucios
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Fue por esos días que Leopoldo me tomó aprecio. No se me despegaba ni

               siquiera cuando iba a jugar con mis temerosos amigos o en el trabajo de la mina.
               Tal vez resulte raro ver un niño con un espectro relamido flotando encima, pero
               nadie se atrevía a decirme nada; nadie… excepto mi peor enemigo: Celio
               Cepeda.


               Celio Cepeda era el capataz de la mina Vetanegra, donde yo trabajaba como
               aguador. Celio era un muchacho enorme, de color terregoso y con dos grandes
               vicios: masticar nueces sin pelarlas y propinarme insultos. Me llamaba “piojo
               desnutrido”, “eructo de perro” y cuando se enteró de que Leopoldo me
               acompañaba, se molestó tanto que no quiso pagarme mi sueldo por “llevar
               mascotas al trabajo”; pero mis días de mártir habían pasado y esa misma noche
               mandé a Leopoldo para que le gruñera desde la bacinilla; aunque Leopoldo
               decidió hacer algo diferente, algo más a su gusto.


               A la mañana siguiente, el capataz despertó tan calvo como un huevo, su
               grasienta y apestosa cabellera había desaparecido dejándole el coco pelado. Los
               demás mineros se burlaron, decían que era por culpa de la apestosa brillantina
               que usaba, o tal vez se había quemado el pelo cuando se hizo rulos. Celio
               Cepeda no dio explicaciones y se puso un gorrito para ocultar su calvicie. Desde
               que quedó pelón se le quitaron las ganas de insultar a los demás.


               Fue maravilloso y como premio le regalé a Leopoldo algunas de las porquerías
               que más le gustaban como el cochambre de mi cuello, la cerilla de mis orejas y
               la mugre de las uñas… El fantasma aumentó su colección ¡y yo me libré de un
               baño!


               El espectro se puso feliz, y se volvió tan buen coleccionista que inventó un truco
               para que todo le cupiera en su maletita, por ejemplo podía quitarle el repugnante
               olor a las calabacitas y el sabor a la carne, incluso se llevó la música de los
               aburridos discos de ópera de mi padre y los dejó completamente lisos.


               Y mientras Leopoldo continuaba con su colección yo me sentía invencible, tanto,
               que me atreví a pedirle una cita a Lore.


               Su nombre completo era Lorena Ciprés Montoya y era una niña que vivía cerca
               del Templo de Santo Domingo. No era muy linda, pero tenía un airecillo
               coquetón y aunque le supliqué que saliéramos, no aceptó.


               —Eres demasiado raro —confesó—. Además quien se mete con bigotudos y
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