Page 27 - Fantasmas, espectros y otros trapos sucios
P. 27
etiqueta, urbanidad y buenas costumbres.
El fantasma se lo devoró, ¡en verdad! Desapareció todas las letras del libro,
cuando me lo devolvió solo estaban las letras H, supongo que no las quiso
porque son mudas y solo ocupan espacio. No lo regañé, la verdad es que ese
libro siempre me cayó gordo.
Entonces mis padres empezaron a sospechar; aunque no se necesitaba ser genio
para unir todas las pistas: los alimentos sin sabor, los discos que ya no se oían en
el gramófono, mi tía descolorida… Mi madre me interrogó durante la cena:
—Chema, dinos la verdad. ¿Tiene algo que ver tu fantasma con esto?
¿Qué iba responderle? ¿La verdad? Imposible. Si lo hacía tendría que confesar el
asunto de la “activación” de Leopoldo, que lo usé para intimidar a los demás
niños, que coleccionaba porquerías y robó las pecas de Lore, el pelo del
capataz… ¡Uf!, tendrían que llamar a la Inquisición Española para darme un
castigo al nivel de mis travesuras.
Mientras estaba decidiendo a quién echarle la culpa (a la humedad o a la sequía),
sentí un golpe en la cabeza. Mi padre me había dado uno de sus tradicionales
sopapos.
—No le pegues al niño —le reprochó mi madre.
—Pensé que se había pasmado —se disculpó mi padre—. Chema, confiesa…
¿Tu mascota tiene algo que ver con esto?
De pronto, un pavoroso grito interrumpió el interrogatorio:
—¡Leopoldo! ¡Detente!
El grito era mío. Descubrí al fantasma a los pies de mi padre, estaba jaloneando
su sombra, como si se tratara de un tapete.
—¡Te he dicho que pares! —repetí.
Leopoldo levantó la cabeza y algo confundido por el regaño se deslizó en la
penumbra hasta desaparecer.