Page 27 - Llaves a otros mundos
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que se mueran. Eso sí, Rosa Elvira y Mario Alberto, si la usan una sola vez, lo

               sabré. Y entonces sobre ustedes caerán mil maldiciones, por los siglos de los
               siglos, y a los hijos de sus hijos. Ah, y de paso me quedo con su mundo. Ahora,
               lárguense». Se levantó y salió de la pequeña sala. Yo me reí de él, primero
               porque me dio risa que se supiera nuestros nombres, y segundo porque su
               maldición me sonó muy exagerada. Sin darme cuenta bebí un poco del té.
               Inmediatamente después del primer trago, quedé inconsciente.


               »Cuando desperté, estaba con Elvira en la camioneta, afuera de la cueva. Ella
               manejaba con desesperación. Se las había arreglado para quitarme la llave. La
               tuvo muy bien guardada. Todo esto ocurrió antes de que nacieras.


               —Bueno, pero si eso fue hace tanto tiempo, sigo sin entender por qué eres una
               rana y por qué mi mamá te dejó —dijo Ana, confundida.


               —Ya casi termino, sigue escuchando —contestó la rana—. Todo había vuelto a
               la normalidad. Yo me dediqué a la farmacia, tu mamá a la cocina y a sus amigas,
               y tú a crecer. Era una buena vida, relativamente. Pero… no sé, tú que eres una
               niña no sé si lo entiendas. ¿Te has empalagado alguna vez con un chocolate?


               —Mmh, sí, pero más bien con la cajeta.


               —Pues en los últimos tiempos así me sentía, con un empleo aburrido, en una
               ciudad sin emociones… Todo estaba bien, pero me empalagué. Así que, en pos
               de nuevas aventuras, busqué la llave por todos lados. La encontré en el doble
               fondo de un cajón. En la puerta de ese mismo cuarto metí la llave y la giré.
               Quise tener por un momento una sensación de peligro, pero en el fondo lo que
               realmente deseaba era ver al brujo y confrontarlo. Así que eso pasó, solo porque
               lo deseé.


               »En esa ocasión entré en una carroza en movimiento. La jalaba un solo caballo
               de cuatro metros de alto y una abundante y larga crin. En el asiento trasero
               estaba el brujo. Me senté frente a él. Estaba sonriendo.


               »—Te lo advertí, Mario Alberto —me dijo, moviendo su bastón con dos de sus
               dedos esqueléticos. Se le salió una risa que me heló la sangre y el cuerpo. Me
               entumí o él con su mente lo hizo, no lo sé. Solo sé que, cuando estaba
               paralizado, sacó de entre su túnica unos polvos brillosos mientras gritaba:
               «¡Enormes desgracias para ti, tu familia y tu mundo!» Siguió mirándome con
               una sonrisa macabra. Me entró un miedo terrible, no como el que yo buscaba,
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