Page 67 - El Bosque de los Personajes Olvidados
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—Nada peor de lo que usted hizo por años, su majestad —respondió el mago sin
siquiera mirarlo. El rey, que ya no era sostenido por su guardia, trató de
propinarle un puñetazo, pero la barrera a su alrededor lo repelió de nuevo con
facilidad. Aun así lo intentó hasta que, ante la imposibilidad de tocarlo o de
recibir su atención siquiera, y con el enorme dolor de haber perdido a su único
amigo en un instante, sin comprender siquiera sus últimas palabras, cayó de
hinojos en la alfombra del gran salón. Ante la mirada atónita de su pueblo, el rey
se encontraba vencido, a espaldas del mago oscuro que tenía en la punta de los
dedos el destino de su hija.
—¿Ha terminado? —preguntó Rigardo con altivez. No hubo respuesta, tan sólo
el siseo de las serpientes que parecían atentas al suceso. El joven mago volcó de
nuevo su atención a la niña—. Princesa, princesa… ¿Anjana, verdad? —
preguntó el mago a la reina con una sonrisa. Ella asintió—. Querida niña, algún
día nos veremos de nuevo. Sí, es probable que así sea; pero mientras tanto,
¡escuchen todos! —gritó dramáticamente el mago—: Su princesa adorada, la
bebé que todos ustedes permitieron que fuera su salida del olvido colectivo,
pagará en nombre de su pueblo el precio de tan imprudente deseo, motivado por
la vanagloria. Gocen sus risas, disfruten de sus años inocentes, admiren su vida,
porque… para que la princesa Anjana viva “feliz para siempre” deberá entregar
el corazón del ser que más ame a las llamas que nunca cesan, se alimentan del
miedo y yacen ocultas en el Reino de la Imaginación Olvidada; de lo contrario,
el suyo se marchitará y, peor que la muerte, tendrá una vida llena de desdicha y
amargura.
La multitud se estremeció. Hubo desmayos, gritos y llanto.
Inútilmente, la reina quiso proteger a Anjana de una especie de pájaro
misterioso que se materializó poco a poco con las palabras del mago y revoloteó
alrededor de la princesa, quien al querer jugar con él, tocó una de sus
extremidades y, en ese instante, la misteriosa ave se introdujo en su pecho, a la
altura del corazón.
Quienes contemplaron la escena lucían desencajados, inmóviles ante el terror
que les producía la fría mirada de Rigardo, quien de manera teatral hizo una
reverencia a la reina y, con un movimiento de su capa, se desvaneció lentamente.
Cuando apenas se podía distinguir su silueta, se escuchó su voz en la sala,
melodiosa, casi festiva, decir: —Nos veremos de nuevo, princesa. Es una
promesa. El frío se disipó y las serpientes tomaron de nuevo su forma de espada;