Page 63 - Princesa a la deriva
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logrado eludir su vigilancia y además robarse su barco.


               —Yo, Mila Milá, del Reino del Elefante Blanco, no robo nunca. Obligadas por
               tus malas intenciones, tuvimos que tomar prestada tu embarcación para huir de ti
               y tus hombres.


               —Pues aunque lo ponga en duda, yo también soy un hombre de palabra y jamás
               les hubiera hecho daño.


               Doña Inés interrumpió la discusión al pedirle al corsario que les contara lo que le
               había sucedido para que ahora se encontrara en un calabozo de la Nao de China.
               Rajid retomó su relato. Al descubrir que sus rehenes habían desaparecido, las
               buscaron todo el día y parte de la noche. Recorrieron la playa y tierra adentro,

               subieron hasta la cima del monte. Cuando oscureció, decidieron descansar dentro
               de la cueva. Tan pronto hubo luz de día, retomaron la búsqueda. Fue en ese
               momento cuando descubrieron que el barco había desaparecido. Bajaron del
               monte rápidamente hasta la playa en busca del bote de remos; para su sorpresa,
               también había desaparecido. Eso significaba que la princesa y el aya habían
               huido. Nadie comprendía cómo dos mujeres solas lograron tamaña proeza. Aún
               ahora, no podía explicarse cómo pudieron llegar hasta Manila, algo que ni él ni
               sus hombres jamás hicieron.


               Las mujeres cruzaron miradas, orgullosas de su hazaña.


               —La verdad es que somos muy inteligentes —presumió la niña.


               —Afortunadamente la suerte estuvo de nuestro lado —explicó doña Inés.


               —En estos momentos no me caería mal un poco de su suerte —dijo Rajid antes
               de continuar su relato.

               En el campamento cundió la incredulidad y el enojo. Rajid, furioso, tomó un

               hacha, y para sacarse la rabia golpeó a hachazos los troncos de los árboles hasta
               que logró derribar tres. Agotado, con los ojos enrojecidos por el llanto, su enojo
               se había transformado en desaliento. Mientras se reponía al calor de la fogata,
               sus hombres guardaban silencio y masticaban lentamente sus alimentos. Nadie
               osaba hablar, hasta que su segundo de abordo decidió enfrentar las
               consecuencias. Le informó a Rajid de cuánta comida y cuántos barriles de agua
               fresca disponían. Rajid, inconsolable, solo hacía el recuento de los cañones que
               había perdido, del rescate que ya no podría cobrar, de su embarcación perdida.
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