Page 64 - Princesa a la deriva
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Su contramaestre le sugirió que dejara de quejarse y mejor talara más árboles. A

               Rajid el comentario le pareció de mal gusto y estuvo a punto de abofetearlo. El
               contramaestre le aseguró que hablaba en serio. Si todos talaban suficientes
               árboles, podrían construir una nave. Con algo de suerte podrían hallar su barco y
               a las dos mujeres; era imposible que solas navegaran muy lejos.


               La idea tuvo gran aceptación. Al día siguiente todos los hombres tumbaron,
               cargaron y aserraron árboles. Después de unos días armaron una barcaza simple,
               con un par de palos que sirvieran de mástiles. Cosieron unas mantas que tenían
               almacenadas e improvisaron las velas. Sujetaron remos a ambos lados de la
               barcaza, subieron unos barriles de agua fresca y algo de alimentos. Temprano a
               la mañana siguiente, se lanzaron al mar. Su experiencia como marineros les
               ayudó a fijar el curso por medio de las estrellas y el sol. Después de navegar en
               un círculo gigantesco en busca de sus rehenes, se dieron por vencidos. Les
               resultó difícil comprender cómo dos mujeres habían podido eludirlos. Rajid optó
               por dirigir el curso de su embarcación rumbo al Reino del Elefante Blanco. Un
               par de días después, un barco de guerra se aproximó a ellos y, ante la amenaza de
               que los hundieran, los piratas se entregaron. Los encerraron en calabozos, con
               los tobillos presos entre hierros. Los mantuvieron a pan y agua hasta que
               llegaron a Manila. Los llevaron al mercado de esclavos, donde fueron vendidos.
               A él lo compró un comerciante que partía en la Nao de China; llevaba esclavos

               para trabajar en las minas de plata.

               —Me queda bien claro que una vez que me metan en las profundidades de la
               tierra, jamás saldré con vida. No podré ver el cielo, ni el mar, como ahora —dijo

               Rajid—. Pero lo único que no entiendo es qué hacen una princesa real y su aya
               rumbo a esas tierras lejanas.

               —¿Creerás que esos hombres de Manila no saben dónde queda el Reino del

               Elefante Blanco? —dijo Milá indignada—. Esa es la razón por la cual ahora voy
               de regalo a un virrey de la Nueva España; y mi aya, ya no es mi aya, ahora se
               cree muy importante y se hace llamar doña Inés.


               —Ay, Mila Milá, me vas a hacer llorar de verdad. Tu destino es muy cruel
               también. Mira que alejarte de tus seres queridos.

               —No sea hipócrita —dijo indignada doña Inés—. Si alguien separó a esta niña

               de su familia fue usted, malvado.
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