Page 62 - Princesa a la deriva
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—Si no la quieres hacer rabiar, mejor dile doña Inés —contestó la princesa,

               burlándose del aya.

               —Qué extraño nombre. Prefiero aya, si no le importa a Su Alteza.


               —¿Rajid, Rajid el Temible? —preguntó azorada doña Inés.


               —Me temo que ya no le queda nada de temible, ayita, ahora es un pobre esclavo
               —dijo mofándose la princesa.


               —No está bien que te burles de los pesares de otros, Micaela —contestó con
               firmeza doña Inés.


               —Ah, por lo que veo Su Alteza también perdió su nombre —se burló Rajid.


               Doña Inés buscó un barril para sentarse con recato y escuchar la historia de
               Rajid. Micaela se acomodó en el suelo y cruzó las piernas. La voz sonora de
               Rajid se coló por entre las rejillas hasta ellas.


               Rajid se quejó amargamente de su suerte. Él, que las había tratado con
               deferencia, había perdido por culpa de ellas su fortuna y su libertad. Debería
               haber escuchado los consejos de su contramaestre e intercambiarlas por cañones,
               joyas y oro. De haberlo hecho, ahora estaría libre, con sus hombres, navegando
               por el ancho mar. Sin embargo, se dejó convencer por las lágrimas de la princesa
               y las palabras del aya; había enviado un mensaje al rey, a pesar del riesgo que
               eso implicaba. Pero ellas traicionaron su buena voluntad, su confianza; huyeron
               y se robaron su barco. Lo abandonaron, a él y a sus hombres, en una playa
               desconocida.


               —Sí, en una caleta que usted presumía de hermosa, ideal para sortear los vientos
               y el mal tiempo, invisible a la mirada de cualquier intruso —contestó doña Inés
               —. Además, usted miente. Yo escuché cómo estaba en tratos para vendernos a

               un sultán viejo con un gran harén.

               —A usted jamás la hubiera vendido ni regalado, ayita. En cuanto a Mila Milá,
               nunca la hubiera entregado a un viejo sultán. Estaba dispuesto a correr el riesgo

               de que el rey, nos apresara y nos mandara matar.

               Doña Inés se quedó pensativa; le resultaba difícil creer en las palabras de un
               pirata. Rajid aprovechó el silencio para pedirles que le dijeran cómo habían
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