Page 107 - Un abuelo inesperado
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               A LA MAÑANA SIGUIENTE, me levanté antes que ningún otro día. La luz del

               sol me daba de lleno en la cara. Me había acostado tan agotado que ni había
               bajado la persiana. Me incorporé, me estiré, giré la cabeza y entonces me di
               cuenta. Vi la única pared desnuda de la habitación que había sido de mi padre.
               Iluminado por el primer sol de la mañana, descubrí aquel rectángulo de color
               algo más oscuro que el resto de la pared. «Como una puerta que invitase a entrar,
               que me llevase a la calle...».


               A mi cabeza acudieron las pistas que me había dado mi abuelo durante todos
               aquellos días: fuentes de sabiduría, un tesoro, un compañero, un antídoto contra
               el tedio y la soledad. Reciclables, rectangulares...


               Salté de la cama y palpé aquella franja más opaca, aquel espacio en el que hasta
               hacía poco había habido un mueble: una estantería, más concretamente. Seis
               palmos de anchura, y de altura, la misma que yo si estiraba el brazo.


               En pijama bajé los catorce escalones, entré en el cobertizo, encendí la luz y
               busqué. Allí estaba: la estantería de madera que antes había estado en el cuarto
               de mi padre. Todavía quedaban algunos libros, acompañados de frascos de
               conservas y viejas cintas de música. Para asegurarme más todavía, comprobé su
               anchura, su altura. Clavadas.


               En pijama volví a subir los escalones. En pijama entré en la cocina. En pijama y
               sonriente, victorioso, triunfador, prudente.






               Mi abuelo ya estaba en pie. Aunque en realidad estaba sentado. Estaba despierto
               y sentado a la mesa, quiero decir. Sus labios murmuraban sin decir nada.
               Escribía en el cuaderno de tapas negras, el mismo que yo había leído sin su
               permiso la tarde anterior. Todavía me sentía un poco culpable.


               –Buenos días, Ismael –me dijo sin levantar la cabeza, sin dejar de escribir–. ¿Te
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