Page 66 - Un abuelo inesperado
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               RECORRÍ TODO EL PUEBLO de arriba abajo, de derecha a izquierda, de aquí

               para allá, de norte a sur; de este a oeste... Miré hasta debajo de los coches, de las
               piedras. Solo me faltó entrar en las casas, o subirme a los tejados para mirar en el
               interior de las chimeneas: ni rastro del perro.


               Había dado más pedaladas aquella tarde que en toda mi vida. Menuda paliza.
               Los garbanzos casi se me salían por la boca. El corazón me bombeaba como un
               loco.


               La única señal de vida en el pueblo era el canto de las invisibles cigarras, la luz
               intermitente de la farmacia y el rugido de una moto que aceleraba y desaceleraba
               sin ton ni son. Nadie por la calle, todos en la siesta. Era lógico. Tendrían que
               pasar varias horas hasta que el pueblo volviese a su ser.


               No sé por qué motivo tenía mi abuelo aquel perro si nunca estaba en casa. Que
               encontrase las cosas desaparecidas no me pareció razón suficiente para estar en
               nómina.


               Dejé de pedalear.


               Eché un pie a tierra.

               Eché el otro.


               Un gato de pelaje gris claro con una mancha oscura debajo del morro pasó por
               delante de mí, como si tal cosa. Giró noventa grados y se tumbó a la sombra. Tan
               a gusto. Se estiró y se me quedó mirando muy serio, como si me estuviera
               estudiando, como si luego, en la cena con su familia de gatos, me fuese a

               describir de arriba abajo.

               «No es muy alto, le sobra algún kilo y le falta un corte de pelo. Tiene los ojos
               grandes y marrones, la nariz algo huesuda, y los labios son perfectos. Me juego

               los bigotes a que sabe jugar al ajedrez mejor que su padre».
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