Page 83 - Un abuelo inesperado
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constancia de mis últimas voluntades a día de hoy.
Lego a mi mujer la casa donde hemos vivido juntos tantos años felices, muebles,
ropas y demás efectos que se hallen en su interior. También el restaurante con
todo lo que hay dentro; nevera y cuadernos incluidos.
A mi vástago le dejo el goce de mi coche; entero, desde el claxon hasta la rueda
de repuesto. A veces le cuesta un poco arrancar, tiene truco, hay que pisar tres
veces el embrague a fondo antes de girar la llave de contacto. Por lo demás, y
quitando las puertas y el maletero que no abren bien, es una joya de anticuario.
Nunca tendré un coche mejor. Un cliente del restaurante me lo quiso comprar.
Me daba diez mil pesetas, de las de antes. Lo mandé a freír espárragos. Esto
último no hace falta que lo apuntes.
A mi hija Helena le dejo mi perro, mis gallinas, todo lo que hay dentro del
cobertizo y una luciérnaga que vive en el corral. Siempre le han gustado los
animales. Creo que más que las personas. En eso ha salido a mí.
A mi amigo Benito, en pago por aquella vez que casi me salvó la vida, le cedo mi
chaleco negro, ese que tanto le gusta. También mi cinta métrica y la báscula que
compramos a medias en la conservera.
Y a mi nieto Ismael, ante la imposibilidad de que adivine lo que hay en el
maletero, le dejo en herencia lo que hay en su interior.
–Abuelo, eso no es justo –dije.
–Si lo prefieres, no te dejo nada. Anda, acércame el cuaderno y la pluma, que lo
voy a rubricar. Espero que lo hayas escrito todo perfectamente, sin faltas de
ortografía.
–¡Abuelooo!
–Vale, vale. Ahora déjame un rato, estoy cansado. Hacer testamentos agota a
cualquiera. Además, me duele aquí. Bájame un poco la persiana antes de irte.
Torció la boca en una mueca de disgusto, y yo salí de la habitación en penumbra.