Page 95 - Un abuelo inesperado
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yo que lo será) se ha disculpado y nos ha pedido perdón. Primero, que si el

               arroz de verduras estaba duro; luego, que si el ragú de ternera estaba horrible,
               flotando en aceite... Se ha enterado todo el restaurante. Tal vez haya sido el peor
               momento de mi vida profesional. Por suerte, estaba Benito con Vicente, el de la
               conservera, comiendo en la mesa de al lado. Benito se ha encogido de hombros,
               pero Vicente le ha soltado un «pues si llega a estar en su punto, se come siete
               platos, señora. Ande, deje de hacerse la interesante, que con esas gafas que
               lleva igual la contratan para faro de Finisterre». O igual ha dicho de Estepona,
               no me acuerdo. El caso es que todos nos hemos echado a reír, la Señora Gafas
               se ha levantado, ha cogido su chaqueta del respaldo y ha salido por la puerta
               igual que ha entrado, no sin antes sacarnos la lengua a todos. Como digo, su
               hijo se ha disculpado y la cosa ha quedado así. No pasa nada. O sí pasa, que a
               mi Irene le ha dado una subida de tensión y se ha tenido que ir a casa. Espero
               que todo se quede en un susto.






               Señora Gafas, qué bueno.


               Dejé el cuaderno en su sitio. ¿Cuál de todos le podía llevar primero a mi abuelo?
               Uno de tapas rojas, más gordo que el resto, asomaba por una esquina. Encima, el
               único que había de espirales... Lo iba a coger cuando un hipido sonó al otro lado
               de la puerta de la cocina: el frigorífico. Me levanté como una exhalación y entré
               en la cocina sabiendo qué era lo que tenía que hacer. ¿Cómo no se me había
               ocurrido antes? Ya no me acordaba de aquel cuaderno que estaba dentro de aquel
               electrodoméstico con vida propia. «MUY PERSONAL».


               Fue abrir la puerta y el motor rugió como un guardián amenazante.


               –Lo siento, señor frigorífico. Tengo la autorización de mi abuelo para llevármelo
               –dije. Y me marché. Salí de la cocina, salí del restaurante y cerré la puerta con
               aquel manojo de llaves que pesaba lo suyo.


               Me subí a la bici y comencé a peladear. Con una sola mano, la otra atenazando
               aquel Top Secret. Seguro que mi abuelo se iba a poner contento. ¿O no? Me
               asaltó la duda. ¿Y si no le gustaba la idea? ¿Y si me echaba una bronca que ni
               aquella Señora Gafas? ¿Y si aquello hacía que empeorase su salud? ¿Y si...?


               Pasé por delante de la casa de Benito y vi que el tractor con el remolque estaba
               en la calle, a la sombra. Vacío, libre de carga. Sentí una fuerza que me empujaba
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