Page 29 - Un poco de dolor no daña a nadie
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marchó a casa tras despedirse de la dueña del negocio.


               —Buenas tardes.


               —Buenas tardes. Hasta mañana.






               No tenía amigos en el barrio. Conocía solamente a un puñado de muchachos de
               su edad —de 11 a 13 años— que se divertían fastidiándolo con insultos o
               bravatas, y que habían encontrado su blanco favorito en él. Un lunar negro bajo
               la oreja izquierda le había ganado el apodo de Motita, mismo que detestaba con
               silenciosa vehemencia. Por ello prefería quedarse en casa, alejado del acoso de
               los niños del lugar. Mejor solo que mal acompañado. Ese lunar era la única
               herencia que había recibido de su madre, quien se fue a trabajar a Tijuana desde
               que era un bebé y nunca más se tomó la molestia de visitarlo. Vivía con su
               abuela, que tenía la costumbre de hablar sola. Y de asegurar que le había hablado

               por teléfono, pero ¡qué casualidad!, siempre hablaba cuando él no estaba. Una
               vez la cachó en la mentira porque el teléfono estaba más muerto que un gato
               apachurrado por un tráiler. Por otra parte, la anciana cada vez tenía más
               dificultades para caminar y el tamaño de su joroba parecía aumentar cuando se
               agachaba.


               La abuela sacó unas monedas de su pequeño bolso y las fue ordenando sobre la
               superficie de la mesa.


               —Ve a la tienda y trae un litro de leche. ¡Apúrate, que no me gusta cenar tarde!


               Ir a la tienda de abarrotes era su suplicio diario. En ocasiones corría con suerte y
               los muchachos de la cuadra se encontraban jugando futbolito en la cancha
               deportiva o se habían ocultado en las casas abandonadas para fumarse alguna
               cajetilla de cigarrillos baratos, pero la mayoría de las veces no era así y él tenía
               que hacer un gran esfuerzo para ignorarlos. Por eso quería irse de ese barrio.
               Nada lo ataba a ese lugar. Estar con su abuela no lo hacía sentir como si se
               encontrara en familia.


               Es cierto que le gustaba Nictehá, la hija de 11 años del dueño de la tienda de
               abarrotes, pero carecía de la audacia para siquiera dirigirle la palabra y pedir
               azúcar o leche. Y lo mismo sucedía con Britney Guadalupe, la vecina, hija de la
               señora que hacía empanadas de calabaza y pan de mujer, a quien le compraba
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