Page 34 - Un poco de dolor no daña a nadie
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—Te quedas callado porque sabes que tengo razón, ¿verdad? Fíjate bien,

               chamaco: aquí hay un orden y lo vas a respetar. No se van a hacer las cosas
               como se te antoje. Ricardito está ahí, al lado de Clara Luz, porque a ella le da
               miedo estar sola. No le gusta la oscuridad. Tiene pesadillas. Por eso no quiero
               que se te vuelva a ocurrir separarlos. Más te vale que respetes esta regla; si no, lo
               pagarás muy pero muy caro —sintió que su mirada lo aplastaba. Sin duda
               aquella mujer estaba loca—. Y ahora —dijo tronando los dedos—, date prisa en
               acomodar esas cobijas, porque tienes que juntar las cacas de los perros allá atrás.






               Se acercaba la Navidad y el movimiento en los aparadores era constante. Las
               empleadas se afanaban en vestir a los maniquíes con la ropa de temporada:
               faldas largas, blusas de cuellos altos, abrigos, guantes, bufandas, gorros, camisas
               de franela, chamarras, suéteres, pantalones de pana.


               —Trae un maniquí de niño. Uno de tu tamaño, de cabello café —le ordenó un
               día doña Chole.


               —¡Ah, ya sé! —de inmediato le vino a la mente la imagen de Ricardito.


               Dejó la escoba contra la pared y se dispuso a obedecer la orden.

               —Y apúrate, porque también necesito dos de niña pequeña. Y una mujer para
               vestirla de novia.


               Salió corriendo hacia el almacén donde reposaban los maniquíes.


               Ya eran las 4:45 de la tarde. Casi la hora de salir. Encendió el foco y subió.
               Buscó los maniquíes de niña y los colocó en la orilla. Luego fue por uno de
               mujer joven e hizo lo mismo. Enseguida se dirigió hacia el maniquí de Ricardito
               y exclamó:


               —Vas a ir a asolearte un poco. Te hace falta, estás muy descolorido. Ja, ja, ja. —
               Como si el maniquí pudiera escucharlo, continuó bromeando—: Sirve que me
               dejas solito con Clara Luz.


               Lo colocó en la orilla del piso de madera y notó que la base se hallaba un poco
               oxidada. Miró sus propios zapatos y advirtió que las agujetas estaban sueltas; se
               agachó para atarlas pero al hacerlo accidentalmente golpeó un maniquí con la
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