Page 35 - Un poco de dolor no daña a nadie
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cadera y este cayó del tapanco. Oyó el estrépito del yeso, el cartón y la porcelana
estrellándose contra el piso. Se asomó. Ricardito se había convertido en un
rompecabezas. Bajó aprisa, mientras la angustia lo embargaba. Casi el cuerpo
entero se había hecho pedazos. La mayoría se multiplicaron en fragmentos
diminutos, en medio de los cuales la boca, destrozada, sonreía.
Miró a su alrededor: nadie. De inmediato reunió las partes y las echó en una
bolsa negra de esas en las que solía tirar la basura. Incluida la boca. Escondió la
bolsa detrás de un montón de tablas viejas, alambres y sillas inservibles, junto
con la base de metal. Luego volvió a subir y fue por el otro maniquí. Lo
desempolvó y bajó con él. Después bajó a la novia y a los dos niños. Pensó que
nadie se daría cuenta del cambio en medio del ajetreo decembrino.
Pero más temprano que tarde Chayo notó la diferencia. Buscó al ausente,
llamándolo con voz temblorosa:
—¡Ricardito! ¿Ricardito?
Lo buscó por todo el tapanco, pero no lo encontró. Sospechó lo peor. Se detuvo
frente a Clara Luz y le susurró:
—No tengas miedo.
En la bodega de la planta baja, tras media hora de búsqueda, halló una parte de
su cuerpo debajo de un anaquel: un brazo roto. Luego encontró los otros restos
en la bolsa. Un grito desquiciado rasgó el aire.
Aquel grito alcanzó a Kevin, que estaba abriendo unos paquetes con cajas de
calcetines. Se le puso chinita la piel.
—¿Y ese grito? ¿De quién es? —preguntó doña Chole, quien de inmediato
ordenó—: Toña, ve a ver si no se cayó Chayo allá atrás.
Toña regresó diciendo que no pasaba nada, que Chayo había gritado porque vio
una cucaracha y se asustó.
—¡Pobrecita, no se la vaya a comer! —comentó, en tono burlón.