Page 30 - Un poco de dolor no daña a nadie
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una pieza si tenía dinero. Aquel lunar oscuro le infundía un profundo
sentimiento de vergüenza. Tenía la sensación de que un cráter volcánico crecía
en su rostro. Por ello se resignaba a contemplarlas y a refugiarse en su silencio.
En el fondo sabía que para ellas era poca cosa, un huérfano, un niño solitario,
nadie.
Cada semana era necesario cambiar la ropa que se exhibía en los aparadores para
poner a la vista de la posible clientela los nuevos modelos y, de paso, evitar que
la prolongada exposición al sol debilitara su color.
—Baja dos maniquíes de niño del tapanco, uno de seis años y uno de bebé —le
ordenó la dueña de la tienda de ropa. Y agregó—: Hazlo con cuidado, pisa bien
los escalones, no te vayas a partir los dientes.
Tras accionar el interruptor, Kevin subió. El foco colgante iluminaba el lugar con
una luz tenue, casi cansada. En el tapanco se encontraban al menos quince o
veinte maniquíes de diferentes tipos: desde bebés hasta mujeres y hombres
adultos. Se hallaban de pie o recargados en las paredes, si carecían de base.
Aquello era también un cementerio de maniquíes rotos, mutilados, con
quebraduras o cicatrices. Sintió escalofríos al ver aquellos cuerpos destrozados
esparcidos por el suelo: brazos, piernas, troncos, cabezas. Buscó los ejemplares
que le pidió la señora.
De pronto hizo un hallazgo que lo llevó a abrir los párpados al máximo: el
hermoso maniquí de una niña de aproximadamente 10 u 11 años, con unos
irresistibles ojos azules de porcelana. Se hallaba justo donde ambas paredes
formaban el vértice. Se acercó y la miró con detenimiento. ¡Era realmente bella!
Ninguna niña de su escuela o de su barrio tenía esa perfección. Volteó a todos
lados para cerciorarse de que nadie lo veía, y tuvo un atrevimiento: le tocó la
mejilla derecha con dedos temblorosos.
Tuvo entonces la extraña sensación de que alguien lo miraba fijamente. Volteó a
ambos costados y notó que un maniquí de niño, que representaba quizá la misma
edad y tenía cabello café y un copete exagerado, tenía clavada la mirada en él, y
hasta le dio la impresión de que su expresión era de fastidio. Pero sabía que eso
era imposible. Sin embargo, la mirada era demasiado humana. Estaba tan
ensimismado viendo a la niña de yeso, cartón y porcelana, que no se percató de