Page 84 - El disco del tiempo
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preguntó, a manera de saludo.
—Porque no quiero que mueras.
—Mi vida no está en tus manos, sino en las de los inmortales. Y todos nos
doblegamos ante los designios del Hado.
—Te equivocas. Tu vida está en las manos de mi padre. Y él quiere que mueras.
—Y tú, princesa de Knossos, ¿qué designios tienes para este esclavo?
—Primero, salvar tu vida. Después, subir a tu lecho y convertirte en rey.
Teseo rió con una carcajada salvaje.
—La princesa de Knossos desea a un pastor del Ática, a un vulgar vaquero lleno
de garrapatas, oloroso a queso y a ajo. ¡Un bastardo ateniense en el trono de
Minos!
Ariadna lo miró con tristeza. La larga noche de pesadillas la había decidido.
Teseo sería suyo. Aunque nunca la amara.
Ahora entendía el sentido de su sueño. Abandonada a su suerte, la talasocracia
de Minos estaba condenada a desaparecer. Otros pueblos emergían al norte y al
oriente. Intuía que los dioses estaban del lado de los hombres de Atenas y que en
esas aldeas del Ática surgiría el imperio que sustituiría a la talasocracia. El poder
del mar por el poder de la tierra, simbolizada por la serpiente de los Erictiónidas,
la familia de Egeo.
Ariadna sabía que Egeo no tenía hijos. El joven de Trecén, el nieto de Piteo, el
hijo de Etra, podría ser un buen candidato para suceder al viejo rey del Ática.
Ariadna diría a todos que Teseo era hijo de Poseidón, como él mismo lo había
afirmado desafiante en el puerto. Todo era cuestión de tiempo. De que murieran
Egeo y Minos. De que Pasífae muriera. De que Ariadna heredara el Trono de los
Grifos, por la vía materna, que era la manera antigua en que habían regido las
cosas en la isla.
—No hablo del trono de Minos —dijo Ariadna en un susurro— sino de un trono
nuevo, escucha, quiero salvarte… Sé cómo hacerlo…