Page 89 - El disco del tiempo
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trecenio. No saltará al toro ni sucumbirá ante las flechas de Creta. Pasará otra
cosa.
Pasífae calló y su silencio fue tan pesado que Ariadna no se atrevió a preguntarle
qué era lo que iba a pasar.
Semejante a un dios, Teseo deslumbraba con su gallardía colocado a la diestra de
Minos, como correspondía al vencedor del pugilato. Pasífae se sentó a la
izquierda del rey y Ariadna ocupó su lugar junto al trecenio vencedor.
En ese momento, al atardecer, salían a la arena los acróbatas cretenses, los
mejores saltadores del toro, que habían pasado su infancia y primera juventud
entre las bestias, aprendiendo sus maneras y entrenando bajo la guía
experimentada de los veteranos.
Dos varones y dos muchachas caminaron hasta el centro de la arena. Vestían
cómodos y coloridos faldellines y traían el torso desnudo. La larguísima
cabellera les llegaba a las mujeres a las corvas y a media espalda a los hombres.
Los rizos morenos brillaban al sol y se habían maquillado los ojos para acentuar
sus expresiones. La tauromaquia cretense era una cita con la muerte y una danza.
Situados en el centro, cada uno de los acróbatas gritó su nombre a los cuatro
puntos cardinales:
—¡Ida!
—¡Dion!
—¡Erissa!
—¡Knossos!
El joven que había gritado el nombre de la ciudad fue el más vitoreado. Era el
acróbata preferido, un huérfano educado en el palacio de Minos, que había
adoptado el nombre de la ciudad como propio.
Cuando cesaron los aplausos, salió el primer toro, una bestia magnífica de largos
cuernos vueltos hacia el cielo como en una plegaria. El animal era blanco, con