Page 91 - El disco del tiempo
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La bella Erissa, la de las trenzas ondulantes, ya preparaba su salto al toro,

               ubicándose cerca del flanco del animal. La Fortuna cerró sus ojos para Erissa y a
               la joven se le falseó el tobillo, quedando en el suelo, debajo de las pezuñas del
               toro. Trató de rodarse para evitar la negra muerte, cuando el animal enfurecido
               giró la cabeza para ensartar a la joven en sus cuernos. Knossos se lanzó en una
               alada carrera pero llegó tarde. El toro triunfante arrastraba a la bella saltadora, el
               cuerno ensartado en su muslo. Un reguero de sangre cretense ensombreció la
               primera jornada de juegos en honor de Androgeo.


               Teseo miraba el pálido rostro de Erissa y supo cuándo su alma bajó al Hades,
               causando más pesar a la sombra de Androgeo.


               El toro fue reducido por un grupo de vaqueros y llevado a los corrales en medio
               de un silencio lúgubre.


               Teseo fue despojado de su corona y devuelto a las celdas y a la incertidumbre de
               sus cautivos compañeros.





               —Trecenio, ¡sígueme!


               Un guardia cretense sostenía una lámpara frente a Teseo, que en vano había
               intentado conciliar el sueño. La sombra de la muchacha muerta se le había
               aparecido y hasta antes de la entrada del guardia estaba sentada frente al

               miserable jergón en que dormía. Con sus enormes ojos cercados por las violetas
               de la muerte le había pedido que luchara por salvarse, le dijo que la muerte lo
               tenía entre sus bienamados y que los dioses del inframundo lo esperaban.


               Teseo se levantó y sin oponer resistencia ni decir palabra, siguió al guardia.
               Atravesaron corredores y patios y el hombre de Trecén pudo ver el dibujo
               plateado de la luna recortarse en la noche más hermosa que recordara.


               Ante una puerta labrada, el guardia hizo seña a Teseo para que entrara. En un
               trono adosado al muro, entre soberbias pinturas que representaban dos grifos,
               estaba sentada la princesa Ariadna, con el traje de las antiguas reinas y una
               corona de oro.


               Ariadna estaba sola y la vista de sus pechos desnudos inquietó a Teseo. Los
               pezones teñidos de rojo atraían su mirada en una extraña mezcla de deseo y
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