Page 94 - El disco del tiempo
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Pero Ariadna no prestó atención a sus palabras al mirar el rostro del hombre al

               que sus manos entrenadas en los sacrificios habían clavado la doble hacha.

               Era Knossos.


               La princesa se arrodilló ante el cadáver y pasó la mano por la sombría cabellera
               empapada en sangre. Observó los ojos, vacíos y asombrados ante el enorme
               espanto de la muerte. Un sollozo le subió desde el pasado hasta la garganta y se
               sintió juguete de los dioses.


               —¿Por qué lo mataste? —rugió Teseo— ¿por qué no dejaste que acabara con mi
               vida?


               —No lo sé —contestó Ariadna con una voz ronca— tal vez porque te amo. Pero
               ahora las divinidades de la venganza se sientan en las moradas de mi corazón y
               no conoceré de hoy en adelante momento de reposo. He matado a Knossos. Le
               clavé al compañero de juegos de mi infancia la espada que lo lleva en estos

               momentos al Hades.

               Ariadna empezó a mecer el cuerpo de Knossos como si fuera una madre con un
               niño dormido. La sangre del joven tiñó su vestido y las lágrimas no cesaban de

               manar de los ojos de la princesa.

               —Knossos, los dioses son crueles; nos convierten en sus juguetes. La oscuridad
               fue su cómplice. Viniste, loco, a salvarme a mí y a Creta de nuestro destino

               encarnado en la persona del bello trecenio. Lo amo, Knossos, por eso te maté,
               porque amenazaste su vida. Pero la muerte que te di es mi propia muerte. No
               tardaré en seguirte al Hades, pero antes debo recorrer puntual el laberinto de mi
               destino.


               Ariadna se levantó, depositando en el suelo la cabeza de Knossos. Miró
               fijamente a Teseo y le dijo:


               —No hay opción, hijo de Egeo. Maté a Knossos y no puedo revelarte su
               verdadera identidad. Lo maté por ti y eso te obliga a ampararme. Salgamos del
               palacio y embarquémonos con rumbo a Atenas.


               —No puedo dejar a mis compañeros inermes ante la crueldad de Minos.

               —Te repito que no hay opción. Sálvate y sálvame. Ponme bajo la protección de
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