Page 90 - El disco del tiempo
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grandes manchas marrones que delataban su parentesco simbólico con la Madre
Tierra, la venerada en todas las cavernas de Creta. El toro parpadeó, abrumado
por el brillo del sol que se reflejaba en la arena. Lanzó un ronco bramido, que
puso un miedo vivificador en los corazones de los asistentes.
El rito comenzaba. Erissa, corriendo, se colocó a la grupa del toro. Ida y Dion se
situaron en ambos flancos y Knossos emprendió una carrera veloz hacia la
cabeza del animal. Con la velocidad de una flecha sus fuertes manos se asieron
de los cuernos del toro y por un segundo quedó en posición vertical, la cabeza y
los rizos negros derramados sobre la cabeza de la bestia, cegándolo
momentáneamente. Pero ya Knossos ponía el cuerpo en arco y se apoyaba sobre
el lomo blanquimarrón. Como un dios del firmamento abría los brazos hacia el
sol para impulsarse de nuevo y saltar como un delfín sobre el mar del toro y
llegar a la dorada arena, a la tierra, puerto de marineros.
Una ovación tumultuosa sacudió la arena. El nombre de Knossos fue gritado por
mil gargantas, ante la expresión imperturbable de Minos. Teseo no había perdido
detalle del desempeño del atleta y no pudo evitar admirarlo. El hombre
enfrentado a la bestia. El ser humano fundido con el toro en un instante de
peligro y de belleza máxima, con la muerte agazapada bajo las pezuñas, dormida
a la sombra de la media luna de los cuernos. Y todo eso ahí, en la arena, ante la
mirada de aquellos que sentían el orgullo inmenso de llamarse cretenses, el
pueblo de Minos.
Tocaba el turno de la grácil Ida, hija de Pandión, el vaquero. La muchacha tenía
diecisiete años y su cabello negro evocaba largas noches de placer y de ensueño,
pero poseía los nervios y músculos de un atleta coronado en los Panateneos. Sus
compañeros llevaron al toro a un lugar situado justo debajo del palco de Minos.
Una armazón de madera estaba colocada en el suelo a pocos metros. Ida subió a
ella y abrió los brazos, como una golondrina. Dion y Knossos corrieron delante
del toro hasta llevarlo frente a Ida. Cuando estaba a punto de derrumbar la
estructura con los cuernos, Ida saltó como una clavadista y apoyó sus manos en
el lomo del toro. Su cuerpo de junco flexible dibujó un arco en el aire y cayó de
pie, a pocos centímetros de los cuartos traseros de la bestia.
Teseo se había levantado de su asiento. Estaba fascinado por la belleza de los
movimientos de Ida. Ariadna sintió una punzada de celos y volteó la mirada para
ver a Knossos.