Page 28 - Sentido contrario en la selva
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Emilio me daba la espalda y Ricardo tenía la cabeza entre sus manos. Puede que

               la “operación cabrito” tuviera efecto en ellos también.

               Sin hacer ruido, pasé detrás de ellos, y me metí a la oscuridad de la selva. Pensé
               poder llegar adonde estaba el último cabrito amarrado. Me parecía que no era tan

               lejos del campamento. Si pudiera liberar tan sólo uno, pensé, me sentiría mejor.
               Imaginaba con claridad mi navaja cortando la cuerda y el cabrito salir corriendo
               con el corazón galopando, primero hacia un lado y luego hacia el otro, para
               después huir lo más lejos posible del rastro del jaguar. Eso era lo que pensaba
               cuando adentré mis pasos en la selva. Llevaba una linterna, pero era un círculo
               de luz insuficiente en la oscuridad de la noche. La selva de noche es más negra
               que una pantera. No sé cuánto avancé con la imagen del cabrito en mi mente,
               recordando cómo se sacudía al tratar de zafarse, cómo se aquietaba un instante y
               volvía a empezar sin darse cuenta de que su fuerza nunca alcanzaría para romper
               esa cuerda. De pronto pensé que no era posible orientarme entre la maleza y que
               la luz del campamento había desaparecido. Si apagaba mi linterna, abrir los ojos
               enormes era como tenerlos cerrados. Quise regresar sobre mis pasos. Me
               tropezaba con matorrales y hondonadas que no recordaba. No tenía idea hacia
               dónde debía intentar caminar, daba vueltas sobre mí mismo, creyendo que vería
               la lámpara del campamento por alguna parte. Nada. Por momentos mis pasos se
               hundían en la hojarasca, aquí parecía ser más profunda que en otras partes.

               Cuando lograba avanzar un poco sentía los rasguños de las ramas en los brazos,
               en la cara. Más que rasguños parecían quemaduras. El corazón del cabrito
               asustado seguía resonando en mis oídos.


               Me acordé de una noche, hace muchísimo, en que se fue la luz, y tratando de
               llegar al cuarto de mi mamá me golpeé con una puerta en la nariz. Al día
               siguiente, cuando me preguntaban por qué tenía un moretón debajo de los ojos,
               yo respondía: fue un combate con un tigre. Claro que entonces tenía cinco años;
               hoy lo negro está más negro, y lo que puede andar por ahí es un jaguar, que es
               bastante más chico que un tigre. Pero el miedo no lo es.


               Entonces, mis ojos distinguieron un puntito de luz. Unos cuantos brillitos, no
               demasiados; un puñado de luciérnagas desplazándose lentamente hacia una
               dirección distinta de la que yo suponía era la correcta. Las seguí, cuidando mis
               pasos, con las manos extendidas hacia adelante, despacio, sin casi tropezarme
               con ramas o arbustos, de un modo ya no sé si asombroso o esperado; finalmente
               llegué al campamento.
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