Page 33 - Sentido contrario en la selva
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Donde escasea la comida, llega una avioneta con

               nombre, y veo un mar de árboles desde el cielo…







               VOLVIMOS A LAS CABAÑAS junto al río después de tres noches en que los
               cabritos salvaron sus vidas. El plan era esperar unos días, renovar la estrategia,
               conseguir otro guía, perros rastreadores… Mientras, había que esperar. Las
               duchas de bambú me parecieron casi lujosas, y descubrí una poza en el río,
               profunda y protegida de la corriente por troncos de mangle. De ahí colgaban
               lianas de tal manera que uno podía balancearse y lanzarse hasta el centro de la
               poza. Una verdadera delicia. Claro que procuraba que nadie viera cuánto me

               divertía. Un adolescente sombrío como yo, tirándose como un Tarzán cualquiera
               podía ser tomado a broma, y yo tenía que cuidar mi reputación.


               Todos en la expedición hablaban de Pedro Avante. Lo esperaban para hacer
               vuelos de reconocimiento y traer más víveres en su avioneta. Nuestras reservas
               casi habían desaparecido y el menú era bastante restringido. Pedro Avante no
               aparecía. Decían que estaba llevando turistas a las zonas arqueológicas o que
               andaba con los que estaban limpiando un nuevo sitio, una pirámide recién
               descubierta. Los rastreadores que nos habían acompañado, al despedirse, dijeron
               que Pedro andaba en quién sabe qué negocios, porque seguido lo venían a buscar
               unos tipos que no eran de la región, que tal vez por eso no llegaba.


               Escasearon los víveres, y de Pedro, ni las luces. Jugábamos cartas por las
               noches, mientras compartíamos la última lata de atún con unas galletas húmedas.
               Carmita, la cocinera lacandona, inventaba con lo que tenía a mano, pero ya no
               era suficiente. Carmita era dueña de Rosalina, ese jabalí que circulaba por el
               comedor. En realidad era un pecarí, una especie pequeña de jabalí doméstico,
               con muchos pelos gruesos sobre el cuerpo. Por las tardes, Carmita colocaba a
               Rosalina en su regazo y le hablaba al oído.


               —Ni se te ocurra decirle que hagamos un guiso con Rosalina —me dijo Ricardo
               al oído—. Es capaz de sacarnos un cuchillo o algo peor —bromeó.


               Recordé a mi abuela contándome que cuando era chica le habían regalado un par
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