Page 10 - La otra cara del sol
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Supongo que el Ginkgo es un árbol inmortal.


               A mí me parece que papá es un pozo de saber. En general los dentistas solo
               saben de dientes, los médicos de enfermedades, los abogados de leyes, los
               panaderos de pan y así sucesivamente... pero papá lee cuanta cosa llega a sus

               manos. Sabe sobre todo acerca de las guerras mundiales y el holocausto de los
               judíos. Holocausto me pareció una palabra tan impresionante, tan gigantesca,
               que luego de oír la explicación de papá fui a mirar en el diccionario para
               confirmar lo que me había dicho. Y ¿por qué será que en la vida hay cosas que
               parecen mágicas? Un enamorado de Tatá (ya tiene varios que suspiran por ella)
               le regaló un libro que se llama Éxodo, una novela sobre los judíos. Tatá empezó
               a leerlo y apenas si me dejaba hojearlo cuando estaba en la mesita de noche. Me
               sentía impaciente por leerlo, pero ella no lo soltaba. Por fin un día lo terminó y
               me lo pasó. Lo leí de un tirón; lloré a mares y odié a los alemanes porque me
               parecieron los seres más desalmados del mundo. Durante días me atormentó el
               sufrimiento de ese pueblo exterminado. Recordé lo que habíamos aprendido a
               propósito de los indios, humillados, torturados, despojados de todo durante la
               Conquista, de los negros arrancados a su tierra africana para ser encadenados y
               esclavizados y me dije que la historia no era sino una sucesión de desastres y de
               injusticias y sentí mucho que Ismael, mi amigo de toda la vida, se hubiese ido a
               vivir lejos. Me sentí muy sola porque no podía comunicar a nadie la desazón que

               me habitaba. Ya estaba pensando como la abuela o sintiendo como ella.

               Me devané los sesos pensando en lo que podría hacer para mejorar la suerte de la
               humanidad, y lo más acertado que me pareció fue irme de misionera. Harto

               decían las monjas de mi colegio que necesitaban gente en todos los rincones del
               mundo. Se lo comenté a Tatá, que por poco me saca los ojos:

               —Pero ¡estás loca! Para eso hay que tener vocación, y tú no la tienes.


               —¿Cómo lo sabes?


               —¡Eso se ve! Además, ¿te imaginas la reacción del abuelo si llega a enterarse de
               que pretendes irte de misionera católica?


               La verdad es que el discurso de Tatá me importaba un rábano. Sin embargo, tuve
               un sobresalto al recordar a mamá contándonos años atrás acerca de la carta que
               el abuelo les había enviado a ella y a papá, porque Tatá y yo íbamos a hacer la
               primera comunión. El abuelo los había acusado de idólatras y de yo no sé
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