Page 12 - La otra cara del sol
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gusta la desnudez de sus templos, no tienen misterio, no tienen ese olor a

               incienso, esa semipenumbra que invita al recogimiento en muchas iglesias
               católicas; tampoco tienen una sola imagen. Es verdad que nadie sabe, por
               ejemplo, cómo era el rostro de Cristo, pero a mí por lo menos me llena de
               compasión cuando lo contemplo en su cruz y tengo muchas ganas de hablarle
               desde el fondo de mi corazón, y tengo ganas de ser buena y de cambiar a la
               humanidad, aunque horas después se me olviden en gran parte mis nobles
               propósitos. Las misas no me gustan, me aburro terriblemente. La mayoría de las
               veces, cuando oigo el sermón del cura, me parece más bien un regaño y no la
               palabra de Dios. Rara vez he visto a un cura sonriente, casi todos tienen cara de
               entierro y miran a la gente con aires de superioridad. Me gusta más sentarme
               sola en la iglesia a hablar con Dios. En el fondo, pienso que todos adoramos al
               mismo Dios, aunque los católicos digan que los protestantes se van a condenar y
               viceversa; personalmente yo no veo por qué mi abuelito, que es tan bueno, puede
               irse al infierno solo porque es protestante. Sea lo que sea, a mí me parece más
               sabio lo que dijo una vez el Gran Jefe Seathl, el jefe de los indios pielroja, en
               una carta que escribió al presidente de los Estados Unidos: “Una cosa nosotros

               sabemos que el hombre blanco puede descubrir algún día. Nuestro Dios es el
               mismo Dios. Usted puede pensar ahora que es dueño de Él, así como usted desea
               hacerse dueño de nuestra tierra. Pero usted no puede. Él es el Dios del hombre. Y
               su compasión es igual para el hombre blanco y el hombre pielroja”.


               Ismael me dejó una copia de esta carta antes de irse. Él la había descubierto en
               una gaveta del escritorio de su papá. Cuando me la leyó le pregunté:


               —¿Por qué siempre nos han dicho que los indios eran unos salvajes?

               —No lo sé, Jana. Tal vez porque a los españoles les parecían muy distintos de
               ellos.


               —¿Porque andaban desnudos?


               —No solamente por eso, recuerda que había tribus que eran de verdad salvajes,
               hasta caníbales había. Los de México, a pesar de haber construido un imperio
               increíble, sacrificaban víctimas y ofrecían los corazones a sus dioses.


               —¡Qué horror! ¿Es por eso que la gente desprecia tanto a los indios y a los que
               se les parecen?


               —No, no creo. Desde la llegada de los españoles se dijo que los indios eran
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