Page 16 - La otra cara del sol
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Ella es un genio para poner apodos, y de estos no se escapan sino sus hijas, pues

               hasta nosotros somos víctimas de su terrible lengua. A mi prima Martha, que
               tiene una preciosa cara, un poquito regordeta, le gritó un día: “¡Esta areplancha,
               porque la había desobedecido; a otro de mis primos que tiene los ojos rasgados
               lo llama Mao. El tío Antonio llama a la abuela doña Flora y la trata con una
               cortesía burlona. Esto a la abuela no la impresiona. En realidad, creo que lo
               único que impresiona a mi abuela es la injusticia y para ella una gran injusticia
               es la diferencia entre hombres y mujeres. Según ella, los hombres tienen todos
               los derechos, pueden hacer lo que les da la gana y la sociedad les perdona todo,
               mientras que las mujeres si hacen algo que no está bien visto, el mundo entero
               las hunde. Recuerdo que ella era la única que saludaba a la mamá de los
               tiznados, esa pobre mujer que todo el mundo despreciaba porque vivía con un
               hombre sin estar casada con él.


               Quizás porque se sentía tratada injustamente, la abuela abandonó al abuelo,
               porque la sospecha del engaño la atormentaba, prefirió irse, a sabiendas de que
               iba a sufrir lejos de sus hijos, porque aunque parezca mentira, la abuela siempre
               me ha parecido una mamá maravillosa; puede ser un huracán con el resto de la
               humanidad pero no con sus hijas. A estas las mima, las ayuda, las defiende como
               una fiera. Cada vez que mamá tenía un bebé, la abuela llegaba poco antes del
               parto y se dedicaba en cuerpo y alma a su hija y a su nieto recién nacido. Los dos

               se convertían en su razón de existir. A nosotros nos mantenía alejados del
               territorio que ella había delimitado para que su hija estuviese tranquila y pudiese
               descansar, y no dudaba en quitarse una pantufla y darnos con ella si no
               acatábamos sus reglas. Mamá se convertía en su única hija.


               Eso de ser único, así sea por un tiempo, debe de ser maravilloso. Yo solamente lo
               soy cuando me enfermo. Cuando mamá vivía yo me convertía en la más
               consentida; a lo mejor por eso me enfermaba tanto. Ahora es papá quien me
               consiente, quien nos consiente cuando estamos enfermos. Apenas tenemos un
               poco de fiebre o un pequeño dolor, enseguida llama al médico. Tenemos un
               médico a quien adoramos, es muy dulce y tiene una sonrisa de publicidad de
               dentífrico. Era también el médico de Ismael... Me pregunto qué será de Ismael;
               rara vez me escribe. La última vez me mandó una tarjeta postal en la que me
               decía que no era un ingrato, pero que tenía mucho trabajo en su nuevo colegio y
               que eso de escribir cartas le parecía muy difícil, como hueco, que las cartas no se
               parecían a nuestras conversaciones mientras veíamos el sol ocultarse en su
               torrente de fuego o mientras la lluvia caía tan fuerte que daba la impresión de

               querer perforar el suelo o, cuando sentados en la acera oíamos el griterío de los
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