Page 18 - La otra cara del sol
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vecindario para ver si todo andaba bien. Doña Simona, la mamá de la señorita

               Elvira, se había caído y aparte del enorme chichón que se había hecho en la
               frente, era el pánico lo que más la había afectado.

               Todas las medicinas de la farmacia al lado de nuestra casa se habían caído de los

               estantes y los empleados miraban el desastre con ojos incrédulos, sin atreverse a
               tocar nada. Había mucha gente en la calle, como si todos tuvieran miedo de
               entrar en las casas y de que otro temblor los pillara dentro.


               En el momento en que papá nos dijo que lo mejor era que volviéramos a casa
               vimos un revuelo unos metros más allá de la farmacia y oímos unos gritos
               desgarradores. Papá nos ordenó que entráramos en nuestra casa y él se fue
               corriendo a ver lo que pasaba. A pesar de lo que nos había pedido, no pude
               resistir y me fui tras él. Lo que vi me hizo lamentar enseguida mi desobediencia.
               Una pared interior de la casa de don Luis, el propietario de un café, había caído
               sobre su hermano. Vi el cuerpo ensangrentado que la gente trataba de sacar.


               —¿Está muerto, papá? —le pregunté llorando.


               —¡Jana, qué haces aquí!


               Por toda respuesta me eché a llorar en sus brazos.

               —Eso te pasa por desobediente. Claro que está muerto, desgraciadamente.


               Volvimos a casa y yo para mis adentros me arrepentía de haber metido la nariz
               donde no debía y ahora no sabía cómo iba a hacer para que esa horrible imagen
               se me borrara de la cabeza.


               Miré a la gente en la calle y me di cuenta de que todos los adultos tenían cara de
               niños asustados, y sentí más miedo aún. Una vez en casa, me fui a mi cuarto y
               me eché en mi cama y hundí la cabeza en mi almohada como queriendo borrar lo

               que acababa de ver. Un momento después, alguien me pasó la mano por el pelo.
               Creí que era papá.

               —A ver, señorita, ¿no me vas a saludar?


               ¡Era Pacheco, mi padrino!


               Hacía un eternidad que no lo veíamos. Poco después de la muerte de mamá vino
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