Page 22 - La otra cara del sol
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aterrizar en las manos de Monona.
Poco después Coqui y el Negro llegaron con las cervezas y sin que ellos nos lo
pidieran nos fuimos retirando. Todos sabíamos que querían estar solos, que
aunque habíamos crecido aún no teníamos derecho de participar en todas las
conversaciones de los mayores.
En la noche, cuando los más pequeños ya dormían fui al cuarto de Fanny. Me
gusta sentarme en su cama y verla arreglar los tesoros que guarda siempre en su
maleta, ahí tiene lo que representa más valor para ella: las fotos de su familia, las
cartas que de vez en cuando le enviaba un enamorado que tuvo; sus aretes,
collares y anillos de fantasía, una cajita de música, algunas fotonovelas, sus
zapatos y vestido de domingo. Cuando la “visito” me cuenta una y otra vez su
vida en el campo. Antes cuando recién llegó a casa, me contaba cuentos
terroríficos de aparecidos y al final tenía que acompañarme a mi cama y esperar
hasta que me durmiera. Ella, en cambio, nunca tiene miedo; que su cuarto esté
prácticamente en el patio de la casa no le importa; que se oigan ruidos extraños
la tiene sin cuidado. Los grillos, las chicharras del solar la arrullan con sus
sonidos, el ulular de los búhos le da risa. Yo creo que si a Fanny se le apareciese
el más horrible de los monstruos o le daría un ataque de risa o le daría una
bofetada por venir a “afearle el panorama”, como me decía cuando veía el terror
en mis ojos.
Cuando Fanny me cuenta cosas de su infancia me da la impresión de que nadie,
aparte de nosotros, la ha querido nunca. Desde chiquita le tocó trabajar. Su
mamá la puso a hacer oficio a los tres años; le dio una escoba pequeñita y le
enseñó a barrer el patio; le mostró también cómo se daba el maíz a las gallinas;
cómo se arrancaban las malas hierbas; cómo se limpiaba a gatas el corredor de
tabla de su casa. A medida que me habla yo me imagino a una muchacha de
servicio en miniatura y me da mucha tristeza. Fanny nunca conoció los juguetes
ni las diversiones. Solamente fue dos años a la escuela, donde escasamente
aprendió a leer y a escribir. Cuando terminó el segundo año, la maestra suplicó al
padre de Fanny que la matriculara para el año siguiente, pero el padre soltó la
carcajada y le dijo:
—La mujer no necesita saber sino lo mínimo, lo suficiente para comprar el
mercado y hacer las cuentas; lo demás son cuentos, arandelas de ricos.
Así que no volvió a pisar nunca la escuela. La maestra, que no se había