Page 27 - La otra cara del sol
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Doña María, la modista, nos hizo los uniformes y cuando me lo puse me sentí

               como Piel de Asno en su vestido de luz. El primer día de colegio tuve miedo de
               ese edificio imponente, de esas niñas que hablaban de sus vacaciones pasadas en
               el mar o en el extranjero, de todas las que llevaban aretes, anillos y cadenas de
               oro, maletines de marca... y nosotras desprovistas de todo eso, perdidas en un
               mundo que nos era ajeno.


               Nos pusieron a Tatá y a mí en la misma clase y nos tocó como directora de grupo
               una monja amable, sonriente y acogedora, la hermana María Margarita.


               Las monjas se dieron cuenta rápidamente de quién era Tatá y enseguida se
               encariñaron con ella. Siempre que había algo que organizar en nuestro grupo era
               Tatá quien se encargaba. En mí nadie se fijaba, pero eso no me importaba
               mucho. Me sentía acogida en mi colegio aunque nadie en particular se interesara
               en mí. Me parecía que las monjas se preocupaban por nuestra educación en todos
               los sentidos. No se trataba solamente de llenarnos la cabeza de fórmulas
               matemáticas o de reglas gramaticales, sino también de hacer de nosotras, como
               decía la hermana María Margarita, “mejores seres humanos”.


               El bus del colegio nos lleva y nos trae y a veces, al bajarnos de él, veo que nos
               dirigen miradas admirativas. Nuestro colegio tiene prestigio y estar en él es
               como ser un poco rico. Claro que nuestro colegio también tiene inconvenientes:
               tenemos tareas por montones, a menudo a las once de la noche no hemos
               terminado y como tengo por hermana a la mejor alumna del colegio, estoy
               condenada a hacer hasta el más mínimo deber. Tatá no piensa sino en las tareas.
               Bueno la verdad es que hace unos días empecé a sospechar que algo raro le
               pasaba. La vi ir a la ventana muy seguido.


               —¿Qué tanto miras? —le pregunté.


               —Nada —me contestó de mala gana.


               En esas apareció en la esquina uno de nuestros nuevos vecinos, un hombre alto,
               de cabello castaño claro. Nos saludó con un gesto de la mano y Tatá se puso roja
               como la granadilla. Entonces comprendí. Tatá suspiraba, como todas las chicas
               de nuestra ciudad, por “el hombre más bello de la región”, como había dicho
               Telma, una amiga del colegio que había pasado un día por nuestra casa. Tatá
               estaba enamorada como todas esas muchachas idiotas que vienen a nuestra calle
               con cualquier pretexto para verlo a él y a sus hermanos. Hasta a la señorita
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