Page 29 - La otra cara del sol
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hueso”.






               UNA NOCHE, DESPUÉS de comer y de hacer todo lo que debía, como recoger
               los platos y hacer las trenzas de Nena, me fui a mi cama más temprano que de
               costumbre. Quería estar sola y leer por millonésima vez mi libro de Andersen,
               que ya es un verdadero andrajo de lo trajinado. Mis hermanos, sobre todo Tatá,
               me dicen que es un libro de bebés, que ya soy demasiado mayor para leer

               cuentos de Andersen. A mí no me importa lo que digan, a lo mejor no quiero
               crecer. Me siento tan lejos de las niñas de mi colegio que solo hablan de novios.
               Me parece ver a Cristina, una rubia bajitica, más bajita que yo y eso es mucho
               decir, mejor dicho, rayando lo enano.


               La Cristina que me humilla cada que puede porque no tengo todo lo que tienen
               las ricachonas como ella. Cristina, que se cree el ombligo del mundo porque su
               papá es médico, porque le dan gusto en todo, porque lleva aretes de oro y
               esmeraldas. Me parece verla contando a media clase que fulanito la miró, que
               menganito le dijo un piropo, que zutanito la llamó por teléfono. Y mis
               compañeras, ahí a su alrededor, con la boca abierta, mirándola con envidia,
               creyéndole todas sus sandeces. Y yo, ahí como una idiota, incapaz de decir esta
               boca es mía, incapaz de gritarle: mentirosa, pretenciosa, vanidosa y todos los
               adjetivos terminados en -osa, para callarla de una vez por todas. Tan distinta la
               Cristina de Estela M., la chica más bella del colegio, alta y esbelta como un
               junco, con unos inmensísimos ojos negros, unas pestañas espesas y rizadas y una
               sonrisa que si papá la viera, sería capaz de fotografiarla para ponerla en la sala
               de espera de su consultorio. Hace poco se pusieron de moda las trenzas, y un día
               Estela llegó al colegio con su hermosa melena recogida en dos trenzas, se había
               puesto además unas candongas¹ plateadas. Todas las niñas la miramos y

               secretamente todas la envidiamos. Estaba tan hermosa que ni siquiera la madre
               superiora, sorprendida, consiguió contener su admiración y le dijo:

               —¡Pero mira qué bien te quedan esas trenzas!


               Y Estela enrojeció. La verdad es que enrojece a menudo. No le gusta llamar la
               atención y por lo mismo no habla nunca de ella. Sería incapaz de decir, por
               ejemplo, que todos los muchachos de la ciudad están enamorados de ella: no es

               necesario porque todas lo sabemos. A mí no me importa que tenga tanto éxito,
               yo me alegro por ella, me parece normal que medio mundo la admire, porque es
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