Page 30 - La otra cara del sol
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hermosa, pero, sobre todo, porque tiene la modestia que las menos bonitas no

               tienen.

               Bastó que Estela se hiciera trenzas y se pusiera candongas para que todo el
               colegio la imitara. Pero como las modas no le quedan bien a todo el mundo, se

               ven unas pintas que dan risa, y recordé uno de los tantos refranes de la abuela:
               “La mona, aunque se vista de seda, mona se queda”. Yo no me he atrevido a
               hacerme trenzas, aunque me muero de ganas.


               A veces me quedo frente al espejo ensayándome peinados. Detesto estar siempre
               peinada de la misma manera. Me encanta cambiar. Lo único es que a veces mis
               inventos son ridículos y es Tatá la que termina arreglándome el pelo de manera
               conveniente. No tengo el pelo muy largo, pero ya no ando con cortes de
               muchacho, los que, según decía mamá, me favorecían. En el colegio, lo más chic
               es tener el pelo liso, reliso, chorriado, como dicen mis compañeras. Entonces las
               que son crespas se lo alisan y hasta ¡se lo planchan! Y yo me pregunto por qué
               cada uno no puede lucir el cabello que Dios le dio, y me pregunto para qué
               sirven las modas. Creo que para hacer infeliz a mucha gente. Cuando sea mayor
               me vestiré y me peinaré como me venga en gana. La tía Dorita dijo en una
               ocasión que si alguien había heredado de la abuela su gusto por la apariencia, su
               amor por los trapos, era yo. Claro que mi gusto la mayoría de las veces se queda
               en sueños porque en la realidad es poco lo que puedo tener. Al menos ya no
               llevamos vestidos negros. A papá le tocó comprarnos ropa nueva. Algunos de
               nuestros vestidos nos los hizo la modista. Cuando le mostré los modelos a esta
               me dijo:


               —¿De dónde sacas esos modelos, Jana, ¿acaso te los inventas?


               —Sí, me los invento —le respondí muy orgullosa.


               El día que dejamos la ropa de luto, Tatá y yo nos sentimos rarísimas con nuestros
               vestidos de colores y cuando papá nos vio aparecer en la sala todas
               emperifolladas, no salía de su asombro.


               —¡Dios mío! Pero ¿adónde es la fiesta? —nos preguntó examinándonos de
               arriba abajo.


               —¿Estamos lindas, papá? —le preguntó Tatá.


               — ¡Por supuesto!, ¡muy lindas! —contestó papá emocionado.
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