Page 13 - La otra cara del sol
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inferiores y nadie quiere ser inferior.
—¡Pero no lo son! Además, muchos de nosotros nos parecemos a ellos; yo por
ejemplo...
—Es verdad, pero la gente no quiere reconocerlo. Todos se pretenden blancos
como la leche. Fíjate, cuando alguien quiere decirte que eres mala gente, te dice:
“No seas indio”, y cuando a una mamá no le gusta el pretendiente de su hija,
dice: “No me gusta ese indio”, o “ese negro”, porque los negros tampoco
escapan a ese desprecio.
Esa conversación con Ismael me dejó muy pensativa, y a pesar de mi solidaridad
con los indios no quería parecerme a ellos. Ahora entendía por qué nadie me
decía que era linda... Me miré mil veces al espejo y detesté mis ojos rasgados y
mi pelo liso y envidié a las niñas de inmensos ojos y pestañas largas y crespas,
envidié sus cabellos ondulados; me vi fea y lloré en silencio y me dije que
cuando fuera mayor encontraría una manera de cambiarme la cara y que la
cirugía plástica habría evolucionado mucho y que de ella me valdría para no
parecerme a una india. Recordé que el máximo piropo que me habían hecho era
“Qué buen semblante tienes hoy”. Me costaba trabajo recordar si mamá me
había dicho que era linda. A lo mejor sí, porque casi todas las mamás ven
hermosos a sus niños, así sean más feos que un mico. Recuerdo de mamá sus
miradas, su ternura al mirarme, que era como oír “¡Qué linda eres!”. Su mirada
me decía que era única para ella. Lo mismo debía sentir Tatá cuando mamá iba a
las reuniones y le decían que su hija era una excelencia en todo; lo mismo debían
sentir Coqui y el Negro y todos mis hermanos, porque todos y cada uno fuimos
únicos para ella. Recuerdo también la mirada de la abuela, su manera de
consentirnos, casi con brusquedad: la huella de un beso suyo puede dejar un
moretón. Sin embargo, a la abuela, coqueta como es, más que la belleza física le
ha importado la inteligencia. Y lógicamente todos le parecemos inteligentísimos;
los hij os, los nietos de los otros son unos pobres diablos al lado nuestro. Cómo
me falta; me parece verla, con su tabaco en la boca, mirando las volutas de humo
y tomando luego el cigarro para leer el porvenir en la ceniza acumulada
alrededor del fuego. Desde que se fue de nuestra casa vive donde la tía Albita, en
La Rochela. A ella le encanta el calor como a mí, pero aun así echa pestes
cuando la temperatura sube mucho y entonces convida al río a doña Dolores, una
amiga suya. Ambas toman sus canastas, echan el vestido de baño, una toalla,
algo de comer y... vámonos. El marido de la tía Albita se desternilla de risa
cuando las ve partir “como un par de quinceañeras”, dice, y la tía Albita le pega