Page 109 - El hotel
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encontró dentro un pasaje para un crucero por el Caribe. Yo vi cómo mi familia
trataba de sonreír, pero todos sabíamos que a mamá Leo lo que le gustaba era el
norte. Y además, los barcos la mareaban una barbaridad.
El metomentodo entregó ahora un paquetito a la tía Azucena y otro al tío
Manolo. El regalo de la tía Azucena era un sombrero, un sombrero de verdad, de
los de ponerse en la cabeza. Con lo que le gusta a la tía Azucena ponerse
cualquier cosa que no sea un sombrero en la cabeza. Hizo como que le gustaba
mucho y hasta se lo puso.
El tío Manolo abrió su regalo. Eran partituras de flamenco, y casi se desmaya.
–Y ahora viene uno de los mejores... ejem... re... regalos –dijo el señor X
tremendamente satisfecho.
Salió un momento y regresó con un bultito muy grande que le entregó al abuelo
Aquilino. Este carraspeó y se retorció los bigotes, esperando lo peor. En efecto,
allí, en aquel bulto que se movía, había ¡un perro! Un perro de verdad. Hay que
reconocer que era bonito y que hasta se le oía cuando ladraba. Pero el abuelo no
quería un perro de verdad, quería a Nicanor. Congeló una sonrisa y dijo:
–¡Vaya, a Nicanor le... le encantará la compañía!
Entonces yo los miré a todos.
Estaban muy raros así: el abuelo con un perro, la tía Azucena con aquel
sombrero, el tío Manolo tratando de cantar flamenco y mamá Leo con un pasaje
que la alejaría de los ríos noruegos. Por no hablar de los ojos de la tía Juanita.
Aquello empezaba a exasperarme.
Entonces el señor X, con una enorme sonrisa bajo aquel ridículo mostacho, dijo:
–¿Y la moco... ejem... digo... la... la niña? ¿Se habrá despertado ya? ¡El último y
mejor regalo es para ella!
Mi corazón se movió aterrado. ¿Qué sería capaz de regalarme aquel hombre?
Dudé entre echar a correr o plantarle cara. Al fin, me decidí por lo último. Salí
dispuesta a decirle cuatro cosas. La verdad a veces duele, pero alguien se tiene
que encargar de decirla. Y en esta ocasión, ese alguien también iba a ser yo.