Page 129 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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BATALLA  DEL  GRANICO                    123

      dro  derribaba  al  príncipe  persa,  muerto.  En  el  mismo  instante,  el  hermano  del
      caído,  Roisaces,  arremetió  contra  Alejandro  y  de  un  mandoble  le  partió  el  casco,
      haciéndole un rasguño con el sable en la  frente; Alejandro le atravesó  con la lanza
      la  coraza,  se  la  clavó  en  el  pecho  y  Roisaces  cayó  del  caballo,  de  espaldas.  Al
      mismo  tiempo,  Espitrídates,  el  sátrapa  libio,  había  saltado  hasta  cerca  de  Alejan­
      dro;  ya  su  alfange  iba  a  abaairse  sobre  la  espada  del  rey  en  mortal  golpe,  cuando
      se  colocó  frente  a  él  el  negro  Clito  y,  de  un  tajo,  separó  el  brazo  del  sátrapa
      de  su  tronco  y luego  le  dió  el  golpe  de  gracia.  El  combate  iba  cobrando  propor­
      ciones  cada  vez  mayores  de  ferocidad;  los  persas  luchaban  con  enorme  bravura
      para  vengar  la  muerte  de  su  príncipe,  mientras  del  bando  contrario  cruzaban  el
      río nuevas y nuevas  fuerzas, lanzándose a la lucha y segando a  cuantos  se  oponían
      a  su  paso;  en  vano  intentaron  Nifates,  Petines,  Mitrobuzanes  oponer  resistencia;
      en  vano  se  esforzaron  Farnaces,  cuñado  de  Darío,  y  Arbupales,  nieto  de  Arta­
      jerjes,  por  mantener  juntas  a  sus  tropas,  que  empezaban  ya  a  dispersarse;  pronto
      quedaron  tendidos  todos  ellos  en  el  campo  de  batalla.  El  centro  de  las  líneas
      persas  estaba  roto  y la  fuga  de  sus  tropas  se  generalizó.  Cayeron  allí  según  unos
      mil  y  según  otros  dos  mil  quinientos  persas;  los  demás  abandonaron  el  campo
      en  rápida  fuga,  completamente  quebrantados.  Alejandro  no  los  persiguió  hasta
      muy lejos,  porque  todavía las  alturas  seguían  ocupadas  por  la  masa  íntegra  de  la
      infantería  enemiga,  mandada  por  Ornares  y  dispuesta  a  defender  la  fama  de  los
      mercenarios griegos contra las armas macedonias.  Era lo único que había  quedado
      del  ejército  enemigo;  aquellas  fuerzas,  espectadoras  ociosas  de  un  combate  san­
      griento  que  su  cooperación  habría  decidido  tal  vez  en  favor  suyo,  sin  órdenes
      concretas para el caso,  imprevisto por el  orgullo  de los  príncipes persas,  de  que las
      cosas fuesen mal,  seguían allí,  clavados en  sus  alturas,  que,  por lo  menos,  habrían
      podido asegurarles  una retirada honrosa; la  fuga  ciega  de los  escuadrones  de  caba­
      llería  había  dejado  a  aquellos  hombres  abandonados;  entregados  a  sus  propias
      fuerzas,  esperaban  el  ataque  del  enemigo  victorioso  y  su  propia  destrucción,
      decididos  a  vender  caras  sus  vidas.  Alejandro  ordenó  a  la  falange  avanzar  sobre
      ellos,  a la vez que  cargaba  sobre  sus  posiciones  toda  la  caballería,  incluso  la  tesa­
      liense  y la  helénica  del  ala  izquierda.  Tras  un  breve  y  espantoso  combate,  en  el
      que el  rey vió  cómo  caía  entre  sus  piernas  el  caballo  que  montaba,  fueron  domi­
      nados los mercenarios; pocos lograron salvarse,  únicamente los  que  se  escondieron
      debajo  de los cadáveres;  fueron tomados  prisioneros  como  unos  dos  mil.
          Las  pérdidas  de  Alejandro  fueron  relativamente  pequeñas;  en  el  primer
      ataque  cayeron veinticinco jinetes  de la  ila  de Apolonia;  quedaron,  además,  en  el
       campo  como  unos  sesenta  hombres  de  caballería  y  unos  treinta  de  infantería.
       Fueron  enterrados  al  día  siguiente,  con  su  armamento  completo  y  con  todos  los
       honores militares;  el rey ordenó que  sus padres  y sus hijos,  en  Macedonia,  queda­
       ran exentos para  siempre  de  impuestos.  Alejandro  se  cuidó  personalmente  de  los
       heridos,  acudió  a  donde  estaban,  hizo  que  le  enseñasen  sus  heridas  y  que  cada
       cual  le  contase  cómo  y  dónde  las  había  recibido.  Ordenó  que  fuesen  sepultados
       también los  jefes  persas caídos  en la  batalla  y  los  mercenarios  griegos  que  habían
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