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212 ALEJANDRO EN BABILONIA
todavía insuperados en todo lo tocante a la cultura técnica. Esta era la vida
exótica, abigarrada, cerrada dentro de sí misma a que ahora se incorporaban los
primeros elementos helénicos, insignificantes al lado de la inmensa masa de
lo indígena y super ores i ella solamente por su capacidad para adaptarse.
Pero había, ademas, otra cosa. No cabía duda de que el poder persa había
sido derrotado en ex campo de batalla; pero ello no quería decir, ni mucho menos,
que hubiese quedado destruido, exterminado. Si Alejandro sólo se proponía rei
nar como macedonio y heleno en lugar del gran rey, había ido ya demasiado allá
al traspasar las fronteras de la vecindad occidental, al prolongar su conquista
hasta el otro lado del desierto sirio. Si lo que se proponía era, simplemente, ha
cer que los pueblos de Asia cambiasen el nombre de la servidumbre a que vivían
sujetos, hacerles sentir la opresión para ellos más dura y más humillante de una
cultura espiritual superior o, por lo menos, más audaz, apenas si en el momento
fugaz de la victoria habría podido sentirse seguro de su obediencia, y una explo
sión de ira de la masa popular, una epidemia, un éxito dudoso habrían bastado1
para echar por tierra la quimera de una conquista basada en el egoísmo. El po
der de Alejandro, incomparablemente pequeño en relación con la masa de los
territorios y los pueblos asiáticos, tenía que encontrar su justificación en los be
neficios que aportase a los vencidos, tenía que encontrar en el sentimiento de
éstos su punto de apoyo y su porvenir; tenía que basarse necesariamente en el
reconocimiento de todo lo que había de nacional en las costumbres, en las leyes
y en la religión de aquellos pueblos, siempre y cuando que fuese compatible con
la existencia del imperio que Alejandro se proponía crear. Si hasta entonces los
persas habían vivido bajo la opresión, dejándose llevar de su indolencia y su in
curia, en una situación de hecho, pero no de derecho, en lo sucesivo habrían de
vivir de un modo libre, manteniendo libremente y con propia capacidad creadora
sus características nacionales, para poder entrelazarse y fundirse libremente y a
base de ellas con la vida helénica. ¿Acaso no había sido esa la trayectoria que
había seguido, desde hacía varios siglos, el maravilloso desarrollo colonial de los
helenos? ¿No había sido, lo mismo entre los escitas de la Táurida que entre
los africanos de la Sirte, lo mismo en Cilicia que en las tierras celtas de la des
embocadura del Ródano, su proverbial talento para comprender y reconocer lo
peculiar del extranjero, para entenderse y fundirse con ello, lo que había creado
aquella multitud de formas nuevas y llenas de vida, que, en un plano de heleni-
zación, habían sabido potenciar más y más, en cuanto a extensión y a intensidad,
ia esencia misma de lo helénico? Que las ideas de Alejandro se habían orientado
siempre en esta dirección lo demuestra el hecho de que, lo mismo en Menfis
que en Tiro y en Jerusalén, se había ajustado a las costumbres y a los ritos del
país para celebrar sus fiestas, y otro tanto hizo ahora en Babilonia, al ordenar
que fuesen adornados de nuevo los santuarios saqueados en otro tiempo por
Jerjes, que se restaurara la torre de Belo y que volviera a rendirse culto a los
dioses babilonios, libremente y con todo fasto, como en los tiempos de Nabueo-
donosor. Así iba atrayéndose a los pueblos, a la par que los restituía a sí mismos