Page 216 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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       mando  del  sátrapa  persa  Ariobarzanes,  hijo  de  Farnabazo,  ocuparon  los  pasos
       persas  y  se  atrincheraron  cuidadosamente  en  ellosi  Si  el  imperio  persa  podía  sal­
       varse  todavía  en  alguna  parte,  era  precisamente  allí;  y  tal  vez  se  habría  salvado
       aún  si  Darío,  por  buscar  el  camino  más  corto  en  su  huida  hacia  las  estribacio­
       nes  septentrionales  del  Irán,  no  hubiese  abandonado  las  satrapías  del  sur  a
       su propia suerte y a la lealtad de los sátrapas.  Y no  todos  ellos  estaban,  ni  mucho
       menos,  animados  por  los  mismos  sentimientos  de  lucha  que  Ariobarzanes;  en
       aquella  situación  tan  tentadora  como  difícil  en  que  se  encontraban,  la  mayoría
       de  ellos  olvidaban  de  buen  grado  al  soberano  en  fuga  para  confiarse  a  la  espe­
       ranza de llegar a  obtener una  independencia  anhelada  tal  vez  desde hacía  mucho
       tiempo,  o  de ganar con su sumisión voluntaria al magnánimo  vencedor  más  de  lo
       que  perdían  con  la  huida  de  su  rey.  Los  mismos  pueblos  que  si  Darío  se  hu­
       biese  decidido  a  luchar  por  su  monarquía  en  las  puertas  mismas  de  Persia,  se
       habrían  ido  concentrando  de  nuevo  alrededor  de  su  rey  para  afrontar  la  nueva
       batalla y habrían  defendido  tal  vez  con  éxito  la  frontera  natural  de  su  país,  que
       tantas veces se ha hecho fuerte a lo largo de la historia, aquellos pueblos  de jinetes
       y de guerreros,  algunos  de los  cuales  sólo  fueron  reducidos  por  Alejandro  tarde  y
       con  gran  esfuerzo,  mientras  que  a  otros  no  se  atrevió  a  atacarlos  jamás,  que­
       daron confiados a sí mismos por la huida de Darío y situados en puestos  perdidos,
       sin  que  su  bravura  aprovechara  en  lo  más  mínimo  a  la  causa  del  rey.  De  este
       modo,  la  victoria  de  Gaugamela,  por  el  inconcebible  desconcierto  en  que  iba
       hundiéndose  cada  vez  más  Darío,  en  su  afán  de  salvar lo  poco  que  aún  pudiera
       salvarse,  fué  creciendo  en  sus  efectos  como  una  avalancha  y  arrastrando  tras  ella
       hasta  los  últimos  restos  del  poder  persa.


                              ALEJAN D RO   EN   BABILONIA
           Alejandro  no  siguió al  gran rey.  en su huida por los  desfiladeros  de las  mon­
       tañas,  ni  salió  tampoco  en  persecución  de  los  que  huían  por  el  camino  hacia
       Susa.  Por  las  estribaciones  de  las  montañas  que  circundan  el  Irán,  buscó  el
       camino  de Babilonia, la  reina  de las vastas  tierras  bajas  arameas  y  capital  del  im­
       perio persa  desde la  época  de  Histaspis,  padre  de  Darío;  la  posesión  de  esta  ciu­
       dad, famosa en el mundo, era  el premio más importante  de la  victoria  de  Gauga­
       mela.  Alejandro  esperaba  encontrar  alguna  resistencia;  sabía  cuán  enormes  eran
       las  “murallas  de  Semiramis”,  qué  red  tan  grande  de  canales  las  rodeaba,  cuánto
       tiempo había resistido la  ciudad el sitio  de  Ciro  y el  de  Darío.  Supo  que  Maceo,
       el  que  más  tiempo  y con  mayor  fortuna  había  peleado  en  Gaugamela,  había  sa­
       lido  con  algunas  tropas  para  Babilonia;  era  de  temer  que  se  repitiesen  allí,*en  el
       interior de Persia, las escenas de  Halicarnaso y Tiro.  Alejandro,  al  irse acercando
       a  la  ciudad,  ordenó  que  su  ejército  avanzase  en  orden  de  batalla;  pero  las  puer­
       tas  de  la  ciudad  abriéronse  de  par  en  par  ante  él  y  salieron  a  su  encuentro  los
       babilonios,  con  coronas  de  flores  y  ricos  regalos,  los  caldeos,  los  hombres  más
       viejos  de  la  ciudad,  con  los  funcionarios  persas  a  la  cabeza;  Maceo  entregó  la
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