Page 219 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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ALEJANDRO  EN  BABILONIA                  213
       y  a  su  propia  vida  nacional;  así  iba  capacitándolos  para  entrar  a  formar  parte,
       de  un  modo  activo  y  directo,  de  la  gran  cohesión  del  imperio  que  proyectaba
       levantar,  un  imperio  en  que  las  diferencias  de  oriente  y  occidente,  de  helenos  y
       bárbaros,  que  hasta  entonces  venían  dominando  la  historia,  desaparecerían  den­
       tro  de la  gran  unidad  de  una  monarquía  universal.
           ¿Pero  cómo  había  de  organizarse  y  administrarse  aquel  imperio,  cómo
       había  de  realizarse,  en  el  terreno  de  las  formas  políticas  y  militares,  la  idea  que
       daba la  pauta  en lo  civil  y  en  lo  eclesiástico?  Si  en  lo  sucesivo  las  satrapías,  los
       cargos  palatinos,  los  puestos  de  los  grandes  del  imperio,  los  mandos  del  ejér­
       cito,  habían  de  estar  desempeñados  exclusivamente  por  macedonios  y  helenos,
       aquella  unificación  no  pasaría  de ser  una  ficción  o  una  idea  ilusoria,  la  nacionali­
       dad  no  se  reconocería,  sino  que  se  toleraría  sencillamente,  el  pasado  sólo  estaría
       unido  al  porvenir  por el  infortunio  y  los  recuerdos  dolorosos,  y  en  vez  de  la  do­
       minación  asiática,  que,  por  lo  menos,  había  brotado  en  aquellas  mismas  tierras,
       se impondría  al Asia  un  yugo  extranjero,  antinatural  y  doblemente  duro.
           La  respuesta a  estas preguntas  señala  la  catástrofe  de  la  vida  heroica  de  Ale­
       jandro;  es  el  gusano  que  roe  la  raíz  de  su  grandeza,  la  fatalidad  de  sus  victorias,
       que  acaba  venciéndole.
           Mientras  que  el  rey  de  Persia  anda  errante  por  los  últimos  caminos  de  su
       huida,  Alejandro  empieza  a  revestirse  con  el  esplendor  de  la  monarquía  persa,
       a congregar en torno suyo a los grandes  del imperio,  a reconciliarse con el nombre
       al  que  había  combatido  y  humillado,  a  incorporar  a  la  nobleza  macedonia  una
       nobleza  oriental.
           Ya  desde el  otoño  del  334  ocupaba  puestos  y  gozaba  de  honores  junto  a  él
       Mitrines  de  Sardes,  lo  mismo  que  más  tarde,  desde  la  caída  de  Tiro  y  de  Gaza,
       Masaces y Aminaces  de  Egipto.  La  jornada  de  Gaugamela  echó  por  tierra  el  or­
       gullo  y  la  confianza  en  sí  mismos  de  los  príncipes  persas,  les  enseñó  a  ver  las
       cosas  con  otros  ojos  a  como  las  habían  visto  hasta  entonces.  Los  tránsfugas  van
       en  aumento,  sobre  todo  a  partir  del  momento  en  que  es  conferida  a  Mitrines  la
       satrapía de Armenia, tenida como siempre en alta consideración, y en que Maceo,
       que  luchó  contra  Alejandro  tan  valientemente  como  el  que  más,  fué  investido
       con  la  rica  satrapía  de  Babilonia.  La  nobleza  persa,  por  lo  menos  una  buena
       parte de ella, da por perdida la causa  del Aqueménida  huido de su  país  y se pasa
       al  campo  del  vencedor.
           Como  es  lógico,  Alejandro  recibe  con  los  brazos  abiertos,  no  habiendo  ra­
       zones  poderosas  en  contra,  a  los  que  se  pasan  a  él.  Pero  también  es  lógico  que,
       cuando  confiere  a  un  persa  una  satrapía  o  le  deja  al  frente  de  la  que  gobierna,
       ponga  a  su lado  tropas  macedonias  o  entregue  el  mando  de  las  fuerzas  armadas
       a un macedonio; y lo es  también  que desglose las  finanzas  de las  satrapías  del  ra­
       dio  de  atribuciones  del  sátrapa  y  ponga  la  cobranza  de  los  tributos  en  manos  de
       macedonios.
           Tal es lo que hace ahora en la  satrapía babilonia.  Asclepiodoro  es  designado
       para percibir los tributos,  al lado  del sátrapa Maceo;  en la  ciudad  de Babilonia  se
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