Page 226 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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220                   EXPEDICION  A  PERSEPOLIS

      toria,  su  corte,  sus  palacios  y  su  sepulcro,  una  sencilla  cripta  en  las  rocas,  entre
      los  monumentos  de  la  pompa  terrenal,  en  la  que  sacrificaban  y  oraban  diaria­
      mente los  devotos  magos.  Pero  aún  era  más  rica  en  fastuosos  edificios  la  llanura
      de  Persépolis,  de  la  que  partían  hacia  el  oeste  y  el  este  los  valles  del  Araxes  y
      del  Medos.  Darío,  hijo  de  Histaspes,  el  primero  que  había  reclamado  a  los
      helenos  tierra  y  agua  y había  convertido  al  filoheleno  Alejandro,  rey  de  Macedo­
      nia,  en  un  sátrapa  persa,  había  sido  proclamado  aquí  gran  rey,  después  del  falso
      Smerdes, y aquí había  construido  su  palacio,  su  columnata  y  su  sepulcro;  el  valle
      rocoso  del  Bendemir  había  sido  enriquecido  por  muchos  de  sus  sucesores  con
      nuevos  y  fastuosos  edificios,  con  cotos  de  caza  y  parques  de  placer,  con  palacios
      y  tumbas  de  reyes;  la  puerta  real  de  las  cuarenta  “columnas”,  el  orgulloso
      edificio  tallado  en  la  roca  sobre  una  triple  terraza,  las  estatuas  colosales  de
      caballos  y  de  toros  que  adornaban  su  entrada,  un  plan  gigantesco  de  construc­
      ciones  de  la  máxima  suntuosidad  y  de  la  más  solemne  grandeza  acornaba  aque­
      lla  tierra  sagrada,  que los  pueblos  del Asia veneraban  como  el lugar  en  que  eran
      consagrados y  adorados  los  reyes,  como  el  solar y el  centro  del  poderoso  imperio.
      Pues bien,  este orgulloso  imperio había  sido  derribado;  Alejandro  sentábase  ahora
      en  el  trono  de  aquel  Jerjes  que  en  otro  tiempo  clavara  su  lujosa  tienda  de
      campaña  en  las  playas  del  golfo  de  Salamina  y  cuya  mano  criminal  incendiara
      la Acrópolis  de Atenas y destruyera los  templos  de los  dioses  y las  tumbas  de  los
      muertos.  El  rey  de  Macedonia,  el  general  en  jefe  de  los  aliados  helenos,  era
      ahora  dueño  y  señor  de  estas  ciudades  reales  y  de  estos  palacios.  Parecía  que
      había  llegado  la  hora  de  vengar los  viejos  desafueros  y  de  apaciguar  a  los  dioses
      y a las sombras  del Hades;  aquí, en este  solar de la  grandeza persa,  iba  a  ejercerse
      el  derecho  de  la  venganza  y  a  expiarse  la  vieja  culpa,  pues  era  necesario  que  los
      pueblos  del  Asia  tuvieran  una  prueba  palpable,  elocuente,  de  que  el  poder  que
      hasta  ahora  los  había  esclavizado  había  terminado,  se  había  extinguido  para
      siempre.  Alejandro  ordenó  que  fuese  aplicada  la  tea  incendiaria  a  las  paredes
      de cedro  del  palacio  del  rey,  y  existen  pruebas  sobradas  de  que,  al  proceder  así,
      no  se  dejaba  llevar  de  un  arrebato  pasajero,  sino  que  ponía  en  práctica  una
      resolución  largamente  meditada.  Parmenión  fué  de  opinión  contraria;  aconsejó
      a  Alejandro  que  no  destruyese  aquel  hermoso  edificio,  propiedad  suya,  ni  humi­
      llase a los  persas  en los  monumentos  de  su  pasada  grandeza;  pero  su  opinión  no
      prevaleció.  El  rey  insistió  en  que  la  medida  ordenada  por  él  era  conveniente  y
      necesaria.  Una  parte  del  palacio  de  Persépolis  fué  pasto  de  las  llamas.  Conse­
      guido  esto,  Alejandro ordenó  que el  incendio  fuese  extinguido.
          Es  posible  que  este  incendio  del  palacio  real  estuviese  relacionado  con  una
      especie  de  ceremonia  de  entronización  que  parece  haber  celebrado  Alejandro  en
      aquella  ciudad.  Refieren las  fuentes  que el corintio Demarato,  cuando  vió  a  Ale­
      jandro sentado  en el  trono  de  los  grandes  reyes,  bajo  el  baldaquín  dorado,  excla­
     mó:  ¿Qué  dicha  tan  grande  se  pierden-los  que  no  han  tenido  la  suerte  de  llegar
     a vivir este día!
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