Page 167 - Vernant, Jean-Pierre - El universo, los dioses, los hombres. El relato de los mitos griegos
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siguen,  y  se  esfuerzan  por  arrancarlo.  Penteo  comienza  a
         balancearse  peligrosamente  en  lo  alto  del  mismo  y  grita:
         «¡Madre,  soy  yo,  soy  Penteo,  cuidado,  me  haréis  caer!»
         Pero  el  delirio  ya  las  posee  por  completo,  y  sacuden  el
         tronco con tal fuerza que Penteo cae al suelo.  Entonces se
         abalanzan  sobre  él y lo  despedazan.  Lo  descuartizan  de la
         misma  manera  que  en  algunos  sacrificios  dionisíacos  se
         descuartiza la víctima viva. Así es despedazado  Penteo.  Su
         madre  se apodera de  la  cabeza  de  su  hijo,  la  clava  en  un
         tirso y se pasea regocijada con ese trofeo,  que en su delirio
         confunde  con  la  cabeza  de  un  cachorro  de  león  o  de  un
         novillo  hincada en la punta de su bastón.  Está encantada.
         Como  sigue  siendo,  no  obstante  su  delirio  dionisíaco,
         quien  es,  la hija de Equión,  una mujer de linaje guerrero,
         se jacta de haber participado en la caza con los hombres y
         como un hombre y de haberse mostrado incluso mejor ca­
         zadora que ellos.  Acompañada del  grupo de  mujeres  des­
         melenadas y cubiertas  de sangre, Agave se acerca a  Dioni­
         so, siempre disfrazado de sacerdote.
            Allí  se  encuentran  el  anciano  Cadmo,  fundador  de
         Tebas,  padre de Agave y abuelo  de Penteo,  a quien ha ce­
         dido  el  trono,  y Tiresias,  anciano  adivino,  que  representa
         en  la  ciudad  la sabiduría  mediocre  de  la  ancianidad,  una
         sabiduría  un  poco  ritualista.  No  quieren  comprometerse
         demasiado,  pero,  pese  a  todo,  ninguno  de  los  dos  siente
         una hostilidad virulenta ni un odio absoluto  hacia Dioni­
         so.  Cadmo  porque es Cadmo y es  el padre de Sémele, Ti­
         resias  porque su función consiste en  establecer un vínculo
         con el cielo. Ambos sienten más bien una fascinación pru­
         dente.  Por ello  habían  decidido,  pese  a  su  extrema  ancia­
         nidad y a su dificultad de movimientos,  ponerse  también
         la vestimenta ritual de ropas flotantes y empuñar un tirso
         para  unirse  a  las  mujeres  en  el  bosque  y bailar  con  ellas,
         como si los honores  tributados al dios  no quisieran cono­

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