Page 165 - Vernant, Jean-Pierre - El universo, los dioses, los hombres. El relato de los mitos griegos
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nada de eso, le he visto completamente despierto», contes
ta el sacerdote. Le he visto verme. «Le he mirado mirar
me.» Penteo se pregunta qué significa esta fórmula: «Le he
visto verme.»
Esta idea de la mirada, del ojo, de que hay cosas que
no es indispensable conocer, pero que se conocen mejor si
se ven, poco a poco cala en el cerebro del hombre asenta
do, del ciudadano, del monarca, del griego. Se dice que tal
vez no estaría mal ir a verlo. Va a manifestar un deseo
nuevo para él, el de ser un mirón, un voyeur. Ya que ade
más cree que al entregarse al desorden en los campos, esas
mujeres, que son las mujeres de su familia, organizan unas
orgías sexuales espeluznantes. Penteo es pudibundo, es un
joven soltero, quiere ser extremadamente estricto en ese
terreno, pero no puede menos que excitarse al pensarlo.
Le gustaría saber qué ocurre allí. El sacerdote le dice:
«Nada más sencillo, tus hombres fueron ahuyentados por
que llegaron con sus armas y en columnas de a cuatro,
porque se presentaron abiertamente a la vista de esas mu
jeres; tú, por el contrario, puedes llegar hasta allí sin que
nadie te vea, en secreto, presenciarás su delirio, su locura
desde muy cerca y nadie te verá. Basta con que te vistas
como yo.» De repente, el rey, el ciudadano, el griego, el
macho, se viste como un sacerdote ambulante de Dioniso,
se viste de mujer, deja flotar su cabellera, se feminiza, aca
ba por parecerse a aquel asiático. En determinado mo
mento, los dos están cara a cara, parece como si los dos se
contemplaran en un espejo, que son los ojos que tienen
delante. Dioniso coge a Penteo de la mano y le lleva hasta
el Citerón, donde están las mujeres. El uno sigue al otro, el
que está arraigado en la tierra -el hombre de la identidad-
y el que viene de lejos —el representante de la alteridad—se
alejan juntos de ia ciudad, se dirigen hacia la montaña,
hacia las laderas del Citerón.
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