Page 162 - Vernant, Jean-Pierre - El universo, los dioses, los hombres. El relato de los mitos griegos
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decide enfrentarse a ese sacerdote ambulante, a ese mendi­
           go  seductor.  Ordena que  lo  detengan,  que  lo  carguen  de
           cadenas,  que  lo  encierren  en  las  cuadras  reales  con  los
           bueyes y los caballos. El sacerdote es encarcelado. No ofre­
           ce  la  menor  resistencia;  siempre  sonriente,  siempre  tran­
           quilo,  un poco irónico,  no se opone a nada.  Está encerra­
           do  en  los  establos  reales.  Penteo  piensa  que  el  caso  ha
           quedado resuelto y da a sus hombres la consigna de prepa­
           rarse para una expedición militar; va a iniciar una campa­
           ña para traer a la ciudad a todas las  mujeres  que  se entre­
           gan a los excesos del culto dionisíaco en lugares apartados.
           Los  soldados  forman  en  columna  de  a  cuatro  y  abando­
           nan la ciudad para extenderse por campos y bosques a fin
           de capturar a los grupos de mujeres.
               Durante todo ese tiempo, Dioniso sigue en su cuadra.
           Pero, de repente, sus cadenas se rompen y el palacio real se
           incendia. Los muros se desploman y él sale indemne.  Pen­
           teo se siente fuertemente conmocionado, sobre todo,  por­
           que en  el momento en  que ocurren estos acontecimientos
           y ve cómo su palacio se desmorona,  se le aparece el famo­
           so sacerdote,  siempre sonriente,  indemne,  impecablemen­
           te mal vestido, y lo mira. Llegan sus capitanes, ensangren­
           tados,  desgreñados,  con  las  armaduras  rotas.  «¿Qué os  ha
           ocurrido?»  Le  explican,  como  si  fuera  un  informe,  que
           mientras dejaban tranquilas a esas mujeres, parecían flotar
           en la  felicidad,  no  eran  agresivas  ni  amenazadoras;  por  el
           contrario, parecía emanar de ellas una maravillosa dulzura
           que se extendía por los prados y los bosques; se las veía co­
           ger en sus brazos a los cachorrillos, sin distinción de espe­
           cies, y darles el pecho como si fueran sus propios hijos, sin
           que jamás  las bestias  salvajes que manoseaban les hicieran
           el menor daño.  De acuerdo con lo que contaban los cam­
           pesinos y lo  que también  creyeron ver los soldados,  aque­
           llas mujeres parecían vivir en otro mundo, en el que reina­


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