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Los Collas estuvieron muchos días en su pertinacia apercibidos para
si les combatiesen el fuerte, mas viendo que no querían pelear los Incas, lo
atribuyeron a temor y cobardía, y, haciéndose más atrevidos de día en día,
salieron muchas veces del fuerte a pelear con ellos, los cuales, por cumplir
el orden y mandado de su Rey, no hadan más que resistirles, aunque toda-
vía moría gente de una parte y de otra, y más de los Collas, porque, como
gente bestial, se metían por las armas contrarias. Fue común fama entonces
entre los indios del Collao, y después la derramaron los Incas por todos
sus reinos, que un día de los que así salieron los indios cercados a pelear
con los del Inca, que las piedras y flechas y otras armas que contra los In-
cas tiraban se volvían contra e_llos mismos, y que así murieron muchos Collas,
heridos con sus propias armas. Adelante declararemos esta fábula, que es de
las que tenían en más veneración. Con la gran mortandad que aquel día hubo,
se rindieron los amotinados, y en particular los curacas, arrepentidos de su
pertinacia; temiendo otro mayor castigo, recogieron toda su gente, y · en
cuadrillas fueron a pedir misericordia. Mandaron que saliesen los niños de-
lante, y en pos de ellos sus madres y los viejos que con ellos estaban. Poco
después salieron los soldados, y luego fueron los rnpitanes y curacas, las
manos atadas y sendas sogas al pescuezo, en señal que merecían la muerte
por haber tomado las armas contra los hijos del Sol. Fueron descalzos, que
entre los indios del Perú era señal de humildad, con la cual daban a enten-
der que había gran majestad o divinidad en el que iban reverenciar.
CAPITULO III
PERDONAN LOS RENDIDOS Y DECLARASE LA FABULA
UESTOS ANTE el Inca, se humillaron en tierra por sus cuadrillas y con
P grandes aclamaciones le adoraron por hijo del Sol. Pasada la común
adoraci6n, llegaron los curacas en particular y, con la veneración que entre
ellos se acostumbraba, dijeron suplicaban a Su Majestad los perdonase, y si
gustaba más de que muriesen, tendrían por dichosa su muerte con que per-
donase aquellos soldados, que, por haberles dado ellos mal ejemplo y man-
dádoselo, habían resistido al Inca. Suplicaban asimismo perdonase las mu-
jeres, viejos y niños, que no tenían culpa, que ellos solos la tenían y así
querían pagar por todos.
El Inca los recibió sentado en su silla, rodeado de su gente de guerra,
y, habiendo oído a los curacas, mandó que les desatasen las manos y quita-
sen las sogas de los cuellos, en señal de que les perdonaba las vidas v les
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