Page 209 - Mahabharata
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2. El salón 189
Oyendo estas crueles palabras de Radheya, los pandavas se quitaron la parte superior
de sus vestidos y las arrojaron. Dussasana se dirigió a la reina ultrajada y agarró la parte
superior de su vestido y comenzó a quitárselo a la fuerza. Draupadi estaba desesperada
y al borde del desmayo. Miró a sus esposos uno por uno y se dio cuenta que era inútil
apelar a ellos, no iban a hacer nada por salvarla del deshonor. Miró aquí y allá esperando
que alguien la ayudase, pero nadie se movió. Y dijo:
—He oído que cuando un gran peligro nos amenaza, nada puede ayudarnos excepto
la total entrega al Señor. Él me ayudará. —Se olvidó de todo y renunció a todo intento
de protegerse a sí misma del peligro. Con sus manos juntas, como el capullo de un loto,
permaneció quieta con sus ojos cerrados, llorando, mientras sus labios entonaban las
alabanzas del Señor—: Krishna, Vasudeva, dicen que Tú eres el último refugio de los
desamparados. Tú eres todo para mí. Tú debes saber el peligro que me amenaza. Dicen
que estás en todas partes, que estás presente donde el devoto canta tus Glorias; debes
estar aquí. Me entrego a ti, depende de ti el salvarme.
Parecía que estaba en trance y que era inmune a las palabras de sus enemigos; no se
resistió al ultraje del que estaba siendo víctima por parte de Dussasana, permaneciendo
con las manos juntas y con los ojos cerrados.
Dussasana comenzó a tirar de sus ropas, que salían fácilmente ya que ella no estaba
tratando de defenderse. La audiencia contemplaba la escena horrorizada. Y entonces
vieron manifestarse un milagro: Dussasana estaba tirando de sus ropas, pero éstas
se alargaban interminablemente. Usó las dos manos y tiró, pero las ropas seguían
prolongándose. No pudo terminar de quitárselas; las ropas se extendían como la infinita
bondad de Dios, como las lágrimas de un hombre arrepentido, como los regalos de un
hombre generoso; se extendían y se extendían. Al lado de Dussasana, cuya ira aumentaba
por momentos, podía verse un montón de tela que crecía más y más; del montón surgían
resplandecientes los siete colores del arco iris; Dussasana ya estaba cansado y no pudo
continuar por más tiempo desvistiendo a aquella mujer, que parecía una hechicera; si no
¿cómo podía haber ocurrido esto? Al fin, exhausto, renunció a su intento y se sentó con
una expresión de disgusto y fatiga dibujándose en su rostro.
La voz de Bhima rompió el hechizo que había descendido sobre la audiencia. Apretó
sus puños, sus fuertes puños, y dijo:
—Escuchadme todos los kshatryas. Si no mato a este pecador de Dussasana y me
bebo su sangre, que nunca vea los cielos donde están mis antepasados, que vaya al
infierno, que acoge a los peores pecadores. Le arrancaré su corazón y me beberé su
sangre: lo juro.
Dussasana y todos los demás se rieron de él. Radheya dijo:
—¿Por qué estás callado, Dussasana? Llévatela al cuarto de los sirvientes; haz que se
acostumbre a sus nuevos deberes. La pobre Draupadi sollozaba: