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—Eres muy hermosa. No sé si eres una diosa, una hada o si eres humana, pero quiero
que seas mi esposa. Soy Santanu el rey de Hastinapura. Me he enamorado de ti y sin ti
ya no podría vivir.
Ganga le sonrió y dijo:
—Desde el momento en que te vi supe que iba a ser tuya. Seré tu reina, pero con una
condición: jamás te opondrás a lo que yo quiera hacer, sea lo que fuera y cuando fuese.
En el momento en que no cumplas esto me iré de tu lado y no regresaré jamás.
—Que así sea —dijo el monarca enamorado, y la llevó a la ciudad.
Fue para él la esposa ideal: una compañera en todas las ocasiones. Le complacía
inmensamente su encanto, su belleza, sus dulces palabras y sus muchas virtudes. Perdía
conciencia del tiempo cuando estaba con ella.
Pasaron los días y los meses, y en el transcurso del tiempo Ganga concibió un hijo del
rey, el cual se alegró en gran manera, pues al fin había nacido un hijo heredero que iba
a asegurarle la descendencia de la casta de los pauravas, ocupando en su día el trono.
Se dirigió a toda prisa a los aposentos de la reina. Pero se le informó de que ella ya no
estaba. Le dijeron que había salido corriendo en dirección a las orillas del Ganges con
el niño recién nacido en su brazos. Él corrió hacia la orilla del río, y allí ante sus ojos
horrorizados vio lo que jamás podría borrar de su memoria: Ganga, su amada Ganga,
arrojaba el niño recién nacido al río y en su rostro había una expresión que no pudo
olvidar durante varios días, torturándolo de continuo. Ella sin embargo ofrecía el aspecto
de haberse librado de una pesada carga. Él sentía deseos de preguntarle por qué, pero no
podía hacerlo, pues se acordaba de lo que le había prometido en el momento de aceptarla
como esposa.
Esta misma escena volvió a repetirse un año más tarde. Y al siguiente año volvió a
suceder lo mismo. Y así sucesivamente fue arrojando al río los siete primeros hijos del
rey. El rey, sin embargo, permanecía en silencio. El amor, dicen, es ciego, pero no es
exactamente así: el amor es un ojo extra con el que se ve tan sólo lo que hay de bueno en
el ser amado, permaneciendo ciego a todas sus faltas. Para el rey, Ganga era toda su vida.
Pero igualmente poderoso era su deseo de tener un heredero. El rey ya no encontraba
un momento de paz; y así pasó un año, hasta que el octavo hijo vino al mundo. Ganga
otra vez corrió hacia el río con el niño entre sus brazos y el rey enmudeció de furia y
amargura, ya no lo podía soportar más, y sin poderse contener corrió detrás de ella, hasta
que la alcanzó, la detuvo y por primera vez la recriminó.
—¿Por qué actúas de un modo tan inhumano? —le dijo lleno de ira—; ya no puedo
soportarlo más. No entiendo por qué destruyes de esta manera a mis hijos. ¿Por qué lo
haces? ¿Cómo es posible que una madre mate a su niño recién nacido? Por favor, dame
este hijo. Ya no puedo guardar silencio por más tiempo.