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peras y manzanas. Era bueno, aunque algo severo. Luego besó
a los niños y se fue.
Durante los tres días de su ausencia, la pequeña Catalina no
hacía más que preguntar por su padre. La noche del tercer día,
la señora esperaba que llegase a tiempo para la cena, y fue
alargándola hora tras hora. Los niños acabaron cansándose de
ir a la verja para ver si su padre venía. Oscureció, la señora
quería acostar a los pequeños, y ellos le rogaban que les dejara
esperar. A las once, el señor apareció por fin. Se dejó caer en
una silla, diciendo, entre risas y quejas, que no volvería a hacer
una caminata así por todo cuanto había en los tres reinos de la
Gran Bretaña.
—Y, al fin, por poco reviento —añadió, abriendo su gabán. —
Mira lo que traigo aquí, mujer. No he llevado en mi vida peso
más grande; acógelo como un don que nos envía Dios; aunque,
por lo negro que es, parece más bien un enviado del diablo.
Le rodeamos y por encima de la cabeza de Catalina pude
distinguir un sucio y andrajoso niño de cabellos negros. Aunque
era lo bastante crecido para andar y hablar, ya que parecía
mayor que Catalina, cuando le pusimos en pie en medio de
todos, permaneció inmóvil mirándonos con turbación y
hablando en una jerga ininteligible. Nos asustó, y la señora
quería echarle de casa. Luego preguntó al amo que cómo se le
había ocurrido traer a aquel gitanito, cuando ellos ya tenían
hijos propios que cuidar. ¿Qué significaba aquello? ¿Se había
vuelto loco? El señor intentó explicar lo sucedido, pero como
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