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—Lo mejor es que hagas enseguida lo que te digo —continuó

                  Heathcliff, saliendo al portal desde la cuadra, donde estaban—.

                  ¡Ya sabes que si hablo a tu padre te pegará!



                  —¡Largo de aquí, perro! —gritó Hindley amenazándole con un

                  pilón de hierro de una romana.


                  —Tíramelo —dijo Heathcliff parándose. —Yo diré que te has

                  vanagloriado de que me echarías a la calle en cuanto tu padre


                  muera, y veremos si entonces no eres tú el que sales de esta

                  casa.


                  Hindley le tiró la pesa, que alcanzó a Heathcliff en el pecho.


                  Cayó al suelo, pero se levantó enseguida, pálido y tambaleante.

                  A no habérselo yo impedido, hubiera ido inmediatamente a

                  presentarse al amo, sólo para que por su estado se diera

                  cuenta de la mala acción de Hindley.



                  —Coge mi caballo, gitano —rugió entonces el joven Earnshaw—,

                  y ¡ojalá te desnuques con él! ¡Tómalo y maldito seas, miserable

                  intruso! Anda y arranca a mi padre cuanto tiene, y demuéstrale


                  quién eres después, engendro de Satanás. ¡Tómalo, y así te

                  rompa a coces el cráneo!


                  Heathcliff se dirigió al animal y se puso a desatarlo para


                  cambiarlo de sitio. Hindley, al terminar de hablar, le derribó de

                  un golpe entre las pezuñas del caballo, y sin detenerse a ver si

                  sus maldiciones se cumplían, salió corriendo.


                   Me asombró la serenidad con que el niño se levantó y realizó


                  sus intenciones, cambiando, antes que nada, los arreos de las





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