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Al principio, estos razonamientos le hacían llorar, pero luego se
habituó a ellos y se echaba a reír cuando su padre le mandaba
que pidiese perdón de sus faltas.
Al fin llegó el momento en que terminasen los dolores del señor
Earnshaw en este mundo. Murió una noche de octubre,
plácidamente, estando sentado en su sillón al lado del fuego.
Soplaba un fuerte viento en torno a la casa, resonando en el
cañón de la chimenea. Era un viento salvaje y tempestuoso,
pero no frío. Todos estábamos juntos: yo un poco apartada de
la lumbre haciendo calceta, y José leyendo la Biblia. Los
criados, entonces, una vez que terminaban sus faenas solían
reunirse con los amos en el salón. La señorita Catalina estaba
aplacada, porque se hallaba convaleciente y permanecía
apoyada en las rodillas de su padre. Heathcliff se había
tumbado en el suelo, con la cabeza encima de la falda de
Catalina. El señor, me acuerdo muy bien, antes de caer en el
letargo de que no debía salir, acariciaba la hermosa cabellera
de la muchacha, y, extrañado de verla tan juiciosa, decía:
—¿Por qué no has de ser siempre una niña buena? Ella le miró,
se echó a reír y repuso:
—¿Y usted, padre, por qué no había de ser bueno?
Pero viendo que se disgustaba, le besó la mano y le dijo que iba
a cantar para que se adormeciese. Empezó, en efecto, a cantar
en voz baja. Al cabo de un rato, los dedos del anciano se
desprendieron de los cabellos de la niña y reclinó la cabeza
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