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amo no se preocupaba para nada de lo que hacían, con tal que
no le molestaran. Ni siquiera se ocupaba de que fueran a la
iglesia los domingos. Cada vez que los chicos se escapaban y
José o el cura le censuraban su descuido, se limitaba a mandar
que apaleasen a Heathcliff, y que castigasen sin comer a
Catalina. No conocían mejor diversión que escaparse a los
pantanos, y cuando se les castigaba por ello, lo tomaban a risa.
Aunque el cura marcase a Catalina cuantos capítulos se le
antojaran para que los aprendiera de memoria, y aunque José
pegase a Heathcliff, hasta dolerle el brazo, los chiquillos lo
olvidaban todo en cuanto volvían a estar juntos. Yo lloré más de
una vez silenciosamente, viéndoles crecer más traviesos cada
día; pero no me atrevía a decirles nada, por temor a perder el
poco ascendiente que aún conservaba sobre las desamparadas
criaturas. Un domingo, por la tarde, les hicieron salir al salón en
virtud de alguna travesura que habían cometido, y cuando fui a
buscarlos, no los encontré por ningún sitio. Registramos la casa,
el patio y el establo, sin hallar huella de ellos. Finalmente,
Hindley, indignado, mandó cerrar la puerta con cerrojo y
prohibió que nadie les abriese si volvían durante la noche.
Todos se acostaron menos yo, que me quedé en la ventana, con
objeto de abrirles, si llegaban, a pesar de la prohibición del
amo. Al poco rato, oí pasos y vi brillar una luz al otro lado de la
verja. Me puse un pañuelo a la cabeza, y me apresuré a salir, a
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