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les trate como a vosotros por lo mal que os portáis.
—¡Tonterías! —replicó. —Fuimos corriendo desde las Cumbres
hasta el parque sin pararnos. Catalina llegó rendida, porque iba
descalza. Tendrás que buscar mañana sus zapatos en el barro.
Entramos por un hueco que encontramos en el seto, subimos a
tientas el sendero y nos instalamos en una maceta bajo la
ventana del salón. No habían cerrado las maderas; las cortinas
estaban a sólo medio echar, y una espléndida luz salía a través
de los cristales. Nos empinamos, y sujetándonos al antepecho
de la ventana, vimos una magnífica habitación con una
alfombra carmesí. El techo era blanco como la nieve, tenía una
orla dorada y pendía de él un torrente de gotas de cristal,
suspendidas de una cadena de plata, y brillando con la luz, de
muchas bujías. Los viejos Linton no estaban allí, y Eduardo y su
hermana disponían de todo aquel cuarto para ellos. ¿Cómo no
iban a ser felices? A nosotros nos hubiera parecido estar en el
cielo. Y ahora vamos a ver si adivinas lo que hacían esos niños
buenos que tú dices. Isabel (que me parece que tiene once
años, uno menos que Catalina) estaba en un rincón, gritando
como si las brujas le pinchasen con agujas ardientes. Eduardo
estaba junto a la chimenea, llorando en silencio, y encima de la
mesa vimos un perrito, al que casi habían partido en dos al
pelearse por él, según comprendimos por los reproches que se
dirigían uno a otro y por los gruñidos del animal. ¡Vaya unos
tontos! ¡Pelearse por un montón de pelos calientes! Y en aquel
momento lloraban porque, después de pegarle para cogerlo, ya
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