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Me llevó bajo la araña del salón. La señora Linton se puso las
gafas para examinarme, y los cobardes chicos se acercaron
también, muy asustados. Isabel balbució:
—¡Qué horror! Enciérralo en el sótano, papá. Se parece mucho al
hijo de la gitana que me robó mi faisancito domesticado.
¿Verdad, Eduardo?
Mientras me miraba, apareció Catalina, y se echó a reír al oír a
Isabel. Eduardo Linton, después de contemplarla fijamente,
llegó un momento en que la reconoció. Algunas veces nos
hemos encontrado en la iglesia.
—¡Es Catalina Earnshaw! —exclamó. —Y mira cómo le sangra el
pie, mamá.
—No digas disparates. ¡Catalina Earnshaw en compañía de un
gitano! ¡Oh! Y, sin embargo, lleva luto. Pues es ella. ¡Y pensar
que podría haberse quedado coja!
—¡Qué descuido tan incomprensible en su hermano! ...—dijo el
señor Linton, volviéndose hacia Catalina— Verdad es que he
sabido por el padre Shielded que no se ocupan para nada de su
educación. ¿Y éste? ¿Quién es éste? ¡Ah, ya!, es aquel niño
vagabundo que nuestro difunto vecino trajo de Liverpool.
—De todos modos es un niño malo, que no debía vivir en una
casa respetable —observó la vieja señora. —¿Oíste cómo
hablaba, Linton? Me disgusta que mis hijos le hayan oído. Volví
a maldecirles cuanto pude — perdóname, Elena— y entonces
mandaron a Roberto que me echase fuera. No quise irme sin
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